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ZAMA, entre la disolución de la identidad y la imposibilidad del mito

«Escucho a quienes dicen que hay algo amargo en Zama; creo que se confunden con esa frase de “Digo no a sus esperanzas”. Somos un país tan católico que pensamos que decir “no” a las esperanzas es algo malo. Al contrario, decir “no” a las esperanzas es el acto humano de rebeldía más grande. Ser capaces de destruir las esperanzas. Si anduviéramos así por el mundo, seríamos casi inmortales.»
Lucrecia Martel, entrevista en Clarín Revista Ñ, 15.09.2017

 

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Un niño porteado por un esclavo es presentado al protagonista de Zama. De repente comenzamos a escuchar su voz sin que la imagen de su cara corresponda con la de alguien que está hablando. Vemos un cuerpo y escuchamos una voz que no sabemos si es voz en off o delirio del protagonista: “El doctor don Diego de Zama, el enérgico, el ejecutivo, el pacificador de indios. El que hizo justicia sin emplear la espada. No el Zama de las funciones sin sorpresas ni riesgos. Zama el corregidor: un corregidor de espíritu justiciero. Un hombre de derecho. Un juez. Un hombre sin miedo.”

 

La voz en off describe una identidad. Una voz descorporeizada, disociada de la materialidad de un ser, construye un retrato de un personaje que linda con el mito. A partir de ahí asistimos a una destrucción programada en tres etapas de este relato inicial. Diego de Zama, funcionario de la corona española en los territorios coloniales del Paraguay del siglo XVIII, queda abandonado en la villa de Valparaíso, en la frontera física, social y espiritual existente entre la “civilización” española y la alteridad radical de los nativos sudamericanos. En la primera etapa de su destrucción asistimos a los intentos desesperados de don Diego por modificar su situación. Envía cartas al gobernador, se relaciona con los nobles de la villa y habla continuamente de su mujer e hijas. En la segunda, tras un lapso de tiempo indeterminado, presenciamos la progresiva degradación de don Diego: la intuición de quien no va a salir de donde está le lleva a entregarse a una especie de vaga sensualidad sin fin claro. Convertido en galán decrépito, espía a las mujeres indígenas y persigue con desesperación a la mujer del ministro de hacienda sin éxito alguno. En estos dos primeros actos se va perfilando, a través de conversaciones en diversos contextos, la figura de su mito contrapuesto: Vicuña Porto, bandido de dimensiones legendarias que azota la región y del que tan pronto corren noticias de su muerte como de su labor de pillaje y saqueo. Su figura crece en paralelo a la desintegración de don Diego anunciando el enfrentamiento que tendrá lugar en el tercer acto. Será esta última parte del film la que proporcione las escenas de máxima intensidad: integrado en un escuadrón de dudosa marcialidad, don Diego se interna en una selva que evoca el descenso a los infiernos del protagonista de “Aguirre y la cólera de Dios” o la pérdida de razón que acompaña al Kurtz de “Viaje al corazón de las tinieblas” en busca del mítico bandido. Vaciado de sus atributos y despojado de cualquier referente cultural o simbólico, el protagonista de Zama terminará devorado por las fuerzas que rigen la vida en la selva, en un proceso que funciona simultáneamente desde el exterior y desde el interior.

 

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Los temas principales de Zama parecen ser dos: por un lado, la pérdida de la identidad, una vez que los mecanismos culturales que la sostienen se van difuminando por el contacto con una realidad radicalmente diferente. Por otro lado, el enfrentamiento de los mitos –en este caso los referidos a ese brumoso tiempo intermedio que transcurre entre la colonización española y la independencia de las naciones sudamericanas- con su realidad material. Ambos conceptos dialogan entre ellos a lo largo de todo el metraje, alimentándose mutuamente e intercambiando elementos estructurales, tanto a nivel dialógico como visual. Diego de Zama se piensa a sí mismo en términos míticos al comienzo del film, y se imagina, tras una etapa de glorias variadas, reuniéndose con su familia en el mundo “civilizado” bajo el control de la corona de Castilla: su relato de conquistas y triunfos viene siendo un exoesqueleto capaz de sostenerlo en pie en términos simbólicos. Sin embargo, esta versión mítica de sí mismo se va arruinando con la meticulosidad que sólo proporciona el abandono y la parálisis. A medida que el cuento que se cuenta sobre sí mismo se pierde, perceptiblemente surgen las dudas de la propia identidad. Los arrebatos concupiscentes desembocan en la aparición de un hijo con una indígena, hijo al que contempla con una distancia que no es meramente la de los afectos ausentes, si no la del abismo cultural. Diego ve, en su hijo, algo a medio camino entre los animales y los seres humanos y lo observa con la curiosidad de quien contempla una excrecencia propia. El ambiente del pueblo en el que vive, sin lindes claros entre naturaleza y sociedad -todos esos animales circulando libremente por el interior de las casas, por ejemplo- pero con clases sociales diferenciadas brutalmente, contribuye decisivamente a su proceso de desintegración. La no operatividad de facto de las leyes y normativas imperiales define nítidamente la condición de territorio fronterizo en el que vive el corregidor. La conciencia de habitante de una sociedad al estilo “occidental” se va debilitando y evaporando poco a poco, entre la imposibilidad de revertir el proceso y la resignación que le acompaña.

 

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Esta porosidad entre la naturaleza y civilización, entre indígenas y colonizadores que ya rompieron con la potencia imperial de la que proceden es, quizás, la cuestión más potente que presenta Zama. Los encuadres de Lucrecia Martel, el uso de los tiempos y el montaje de las secuencias ahondan en esa idea y nos van impregnando con sus resonancias. A veces vemos a don Diego con sus mejores galas contemplando el río Paraná es estampas pictoricistas en las que adivinamos el residuo mayestático de su condición. En otras ocasiones, planos cortos en los que conviven personas y animales de forma caótica nos traslada esa idea de permeabilidad entre la condición civilizada y natural. Algunas escenas en el interior del resto “civilizado” de la villa parecen ser puras coreografías vacías que remiten a la pérdida de substancia de los rituales de las metrópolis. Quizás la secuencia más redonda –en una película repleta de secuencias memorables- sea en la que el gobernador traslada a don Diego la negativa del rey a trasladarlo. En esa conversación, que anuda los tres actos de la trama en un instante de máxima intensidad, aparece, compartiendo primerísimo plano junto a la cara de don Diego, una llama que pasea por la casa del gobernador como un animal de compañía. Asistimos a la puesta en escena de la demolición del mito y de la disolución de la identidad ante la mirada indiferente de la naturaleza, personificada en ese animal salvaje semidomesticado que parece aburrirse con las penas del protagonista. No es este el único plano en el que la potencia simbólica del mundo animal explota ante nuestros ojos. Antes, unas aguas revueltas llenas de barbos enfurecidos, y después un caballo que se gira para mirarnos mientras una voz en off le habla a don Diego (o a nosotros, espectadores “civilizados”) nos traslada la mirada extraña del mundo natural transmitiéndonos vivamente la sensación de encierro (en el primer caso) y de absurdo (en el segundo) que impregna todo el metraje.

 

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En el tercer acto, al frente de una tropa que sólo merece el calificativo de atrabiliaria, la selva –esto es, la naturaleza y sus leyes sin control ni límite- devoran definitivamente al protagonista. Para eso previamente tiene lugar un cara a cara con el otro mito de la película, Vicuña Porto, otro resto de la civilización que, despojado de su ropaje simbólico, es también pura excrecencia humana y el reflejo algo inexacto de don Diego. Dos mitos –supuestos o reales, tanto da- derivados de la colonización en esa parte del territorio sudamericano se enfrentan como resto del naufragio del imperio en el territorio. Lo que queda de la ley frente a lo que queda de su transgresión, personajes minúsculos atrapados en una naturaleza demoledora. Perseguidos y capturados por los indígenas y sometidos a un enigmático encierro junto con sus compañeros de expedición, los dos personajes llegan al final del metraje convertidos en meros restos materiales a los que aún esperan suertes diferenciadas. Don Diego, encogido en el fondo de una canoa, quizás dormido, quizás alucinado, o quizás instalado en un territorio intermedio entre el sueño y la muerte, escucha con nosotros la voz de un niño que no vemos mientras la embarcación penetra en el interior de un inmenso espacio verde totalmente ajeno a la presencia humana occidental.

 

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La forma en que Lucrecia Martel muestra ese mundo dúctil de la frontera y ese otro implacable de la selva se apoya vigorosamente en el tratamiento del sonido. En una entrevista publicada en la revista “Caimán, cuadernos de cine” en diciembre de 2017, la directora señalaba un detalle en apariencia anecdótico: en el siglo XVIII la mayoría de ventanas carecían de cristales. Esto provocaba que los sonidos del exterior entrasen en las casas difuminando la barrera entre “fuera” y “dentro”. Una vez más, la extremadamente frágil separación entre lo civilizado –la casa- y lo salvaje –ese exterior poblado de animales e indígenas-. Los insectos, viento, cánticos, el rumor del aire entre las plantas, los sonidos de todos los mamíferos y aves que conviven con los habitantes de la orilla del Paraná y el propio río configuran una masa sonora omnipresente y protagónica que reclama vivamente su lugar en el cuadro general. No entenderíamos la experiencia de frontera de la misma forma sin la presencia de este ambiente sonoro. El agobio de don Diego y su permanente sensación de descomposición y absurdo están recogidas más allá del texto de los diálogos y de los enunciados que portan las imágenes en esa atmósfera, familiar y reconfortante para los habitantes del territorio y extraña y hostil para colonizadores varios y para extranjeros de sí mismos como don Diego, “el enérgico, el ejecutivo, el pacificador de indios, el que hizo justicia sin usar la espada”.

 

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Un detalle importante es la ausencia de elementos referidos a la religión. Como si la colonización no llevase la cosmogonía católica tan allá en lo geográfico, la película enfrenta de forma sutil el paganismo indígena con las creencias de los personajes occidentales y occidentalizados: la racionalidad, el individualismo, el libre mercado y el derecho. Así observamos como este sistema de creencias sin Dios rompe bajo el peso de su distancia al centro generador de tales conceptos, mientras que la vida indígena que tanto desprecian estos personajes extranjeros parece mucho más racional y sensata en su armonía integradora con el contexto natural. Parece como si Lucrecia Martel quisiera contraponer esos valores occidentales, que están en pleno amanecer en el momento histórico en que se enmarca el film, frente a las milenarias culturas nativas de los territorios colonizados. La presencia exhuberante de la naturaleza genera la sensación vívida de paganismo desbordante. El efecto de éste es la existencia de unas relaciones entre todos los seres vivos que configuran una suerte de humanismo ajeno al auge de la modernidad, despreciado por esta pero más efectivo como generador de sentido. Esta mirada revela, también, una habitabilidad del territorio mucho más armónica y sencilla que aquella que el ánimo civilizador enarbola como deseable y correcta. Atrapado por la apisonadora racionalizadora de la modernidad y enfrentado a la corrosión de sus fundamentos occidentales, don Diego de Zama sucumbirá enseñando, como pocas películas consiguen, el fracaso brutal de ese proyecto resultante de la suma del imperialismo colonial, racionalidad totalizadora y extrañamiento de la naturaleza que conocemos como modernidad occidental.