Visages, Villages, la dimensión épica de la vida cotidiana
En una foto reciente de su Instagram (del 13 de mayo de 2018) vemos a Agnès Varda compartiendo plano con las actrices Ava DuVernay, Cate Blanchett y Deborah François en el festival de Cannes. Mentras las res tres sonríen de frente a la cámara con la naturalidad que da la práctica, la mirada de Varda está clavada en algún punto del fuera de campo de la imagen. La acción, parece, no está frente al objetivo que las está fotografiando, sino en algún otro lugar que parece reclamar su atención. Hay algo en este gesto que define la personalidad de la directora belga, ese mirar hacia algo que nadie más está mirando, esa sensación de búsqueda permanente que desprende su expresión. En el texto que acompaña a la entrada de instagram podemos leer una afirmación que habla de su inserción en la contemporaneidad: «Ava DuVernay, Cate Blanchett, Deborah François and me on the red carpet stairs @festivaldecannes – among the 82 women climbing the steps and speaking up for parity and transparency in the cinema world».
La llamada «abuela de la nouvelle vague» (noventa años en 2018) unió esfuerzos durante 2016 con el artista urbano jr (iniciales de Jean Renè) para dar salida a una inquietud compartida: dar visibilidad a la gente «normal», a los habitantes anónimos que habitan las villas de una Francia que en nuestro imaginario acostumbra a aparecer reducida a un puñado de tópicos sobre Paris y la Costa Azul. Lejos de esa feria de vanidades que son respectivamente las alfombras rojas de los grandes festivales cinematográficos y las campañas publicitarias, Varda y jr se echaron a las carreteras secundarias de su país para poner la mirada en algunos componentes de esa multitud que no sale en las portadas de las revistas, que no tiene cientos de miles de likes en sus redes sociales, que no protagonizan campañas de publicidad ni son carne de las legiones de paparazzi globales.
La película abre con el encuentro entre los dos, una simbólica reunión en la calle Daguerre (recordemos que tanto jr como Agnès son fotógrafos desde que ambos tienen recuerdo de su trayectoria artística), donde ella vive. El rodaje de esta reunión dictará las reglas de su vagar por la Francia menos conocida y las de la propia película: moverse al tuntún subidos a la furgoneta-fotomatón de jr para ir tomando instantáneas de la gente que se crucen en el camino y después imprimirlas a tamaño gigante para pegarlas en las fachada de sus villas, de sus casas o de sus lugares de trabajo. Por el medio, el registro del proceso de realización recogido a partir de secuencias de ambos haciendo trabajos de localización (tanto de lugares como de personas) así como los diálogos entre ambos a propósito del propio proceso. Algunos planos de los dos, de espaldas la pantalla, conversando sobre la intervención realizada, habitualmente al final del día, completan el andamiaje principal de esta especie de documental.
Sin embargo, la estructura aparentemente improvisada, el vagar aleatorio y los encuentros espontáneos no pueden ocultar cierto (considerable) trabajo de planificación que asoma de vez en cuando. La película arranca -con muchísima gracia- con el foco puesto en las conversaciones entre los dos directores, los cuales, separados por cincuenta años de diferencia, se encuentran unidos por una fuerte afinidad en términos artísticos. Este foco enseguida se traslada a las villas que recorren y de ahí las personas que van eligiendo para su proyecto. Siendo ciudadanos anónimos, siempre hay en ellos un algo que marca una diferencia digna de ser destacada. La primera de las protagonistas, una mujer que es la última habitante de un barrio de trabajadores de la minería a punto de ser demolido, se emociona al salir de su casa y encontrar su imagen en tamaño gigante sobre la fachada de su hogar. Esta escena, que tiene lugar a los pocos minutos de arrancar la película, es la primera de varias sacudidas emocionales que el documental nos tiene reservadas. Lo interesante de estos puñetazos es su mecanismo de acción: a partir de una atmósfera en la que la memoria particular y la colectiva vienen de entrelazarse a través de conversaciones a tres -a menudo gracias a las viejas fotografías que guardan los protagonistas de las intervenciones-, asistimos al asombro de ver las imágenes de esos protagonistas anónimos ampliadas y expuestas en el espacio público. Y este salto de la representación de uno mismo del espacio de lo íntimo-privado al de lo social-público funciona de manera diferente en cada una de las personas fotografiadas. Sobre el atravesamiento de esa grieta y sobre la reacción que produce gravita el film, haciéndonos reflexionar sobre como convivimos con las imágenes de nosotros mismos y lo que significan en función de sus dimensiones físicas y del contexto en el que son visionadas.
Así, entre las reflexiones, las risas y los comentarios de los directores-protagonistas y las reacciones de los fotografiados-coprotagonistas, va transcurriendo un metraje que bajo su apariencia costumbrista abre líneas de fuga mostrándonos a un puñado de habitantes de la Francia rural, obrera, industrial o portuaria que de pronto se ven a sí mismos desde un ángulo diferente. Esta nueva mirada explota el sentido del espectáculo ligado las dimensiones de sus fotografías para pensarse en una clave diferente a la habitual, intuyendo que el protagonismo real en los imaginarios de la vida en común no deberían ser los rostros que anuncian toda clase de productos en las vallas publicitarias.
En paralelo a la exhibición de esta galería de personajes -una camarera, un granjero que se ocupa él sólo de 800 Ha de terreno, un pastor industrial y otro algo más artesanal, un outsider de setenta y cinco años, los trabajadores de una fábrica de ácido clorhídrico, las mujeres de tres estibadores- la película va abriéndose en otras dos direcciones. La primera es la indagación en la memoria personal de Agnès y de jr. Detalles biográficos de ambos van salpicando el metraje, ligando vida y obra pausadamente. En el caso de ella, además, va tomando especial importancia la emergencia paulatina de la figura de Jean Luc Godard -amigo suyo desde los años cincuenta del siglo XX- hasta cobrar la dimensión de personaje central del documental. La segunda dirección tiene que ver con las propias reflexiones de Agnès referidas a su edad y a la posibilidad de que este sea su último rodaje. Así, la luminosidad inicial, la vitalidad que destila la primera mitad del metraje, va oscureciéndose poco a poco, produciéndose un giro desde lo exterior-público a lo interior-personal que hace el camino inverso al de los protagonistas de las fotografías gigantes. El foco, a partir de esta segunda mitad va desplazándose hacia las reflexiones de Agnès -teñidas de una nostalgia oceánica- alrededor de sus amigos, de su difunto marido (Jacques Demy, muerto en 1990, con quien estuvo casada ventiocho años) o de su propia trayectoria artística.
Una capa más se añade la película cuando Agnès y jr hablan de la enfermedad de la vista que padece ella. Una especie de pérdida de la visión en primer plano que hace que los objetos situados a corta distancia se vean borrosos y que las letras estén como bailando. Hay, en esta descripción de lo terrible que es para alguien dedicado al cine y la fotografía estar perdiendo el sentido de la vista, un cierto elemento tragicómico que aporta ligereza y gravedad simultaneamente, que introduce inesperadas corrientes de aire fresco empleando los elementos formales de la película para salirse de ella con especial gracia.
Quizás uno de los aspectos que más llama la atención del film es el contrapunto que suponen las miradas de Varda y jr respectivamente. Mientras la primera apunta a todo aquello que acostumbra a quedar en las márgenes de los discursos audiovisuales hegemónicos (desde el respeto y la honestidad), el segundo emplea con gusto la retórica de lo espectacular para redimensionar los objetos de su mirar. Nuestra posición como espectadores sintoniza con el punto de vista de Agnès y mantiene una postura de sospecha hacia esa espectacularización que lleva a cabo jr. Sin embargo, la combinación de las dos miradas genera un efecto estimulante, apelando la una cierta puesta en escea de marcado carácter lúdico -que sirve para esquivar los peligros de la grandilocuencia asociados a la magnificación de las imágenes- así como a un foco centrado en todo lo que es invisible para la mirada contemporánea estándar. El antagonismo inherente a las posiciones de ambos se supera por la vía de una especie de juego con la materia visual en el cual la magnificación de lo pequeño que se está a observar no sufre el vaciamiento propio de los procesos de espectacularización estéticos. Al contrario, una inesperada dimensión ética emerge en este método de trabajo -a priori sospechoso de conducir lo que se está a mirar por el camino de la banalidad-, al dar una visibilidad colectiva a ciertos aspectos de lo íntimo-personal, que remiten a la épica de la supervivencia cotidiana y a la existencia de innumerable islotes de resistencia en este mundo de imágenes homogéneas y vacías que están exclusivamente al servicio del consumo.
Nos gusta mucho esta obra. Es ligera y profunda al tiempo y nos pone al borde de la lágrima de vez en cuando sin precisar de manipularnos emocionalmente para ello. Revisa las relaciones entre memoria colectiva y personal apelando a los recuerdos de las personas anónimas y a las vivencias de los artistas consagrados, da cuenta de las posibilidades del arte y de la cultura para generar lazos colectivos empleando los mecanismos que habitualmente sirven para potenciar el narcisismo autista en el que estamos sumergidos y hace uso tanto de la espontaneidad como del artificio teatralizado para darle pulso al relato. También transmite una alegría de vivir que incluye la aceptación temerosa de la finitud, nos muestra pinceladas de un país europeo que creemos conocer pero del que no sabemos nada y cuenta la historia de una amistad singular entre personas separadas por un abismo generacional pero unidas por su pasión creadora alrededor de la imagen. Cuando termina salimos sintiendo esas alas en los pies que ciertas películas nos instalan temporalmente, esas mismas que nos hacen caminar con la cabeza más lejos del suelo de lo que es habitual.