The Rider, elogiemos ahora a hombres ya-no-famosos

En una charla que tuvo lugar en Vigo en 2016, en la frustrada escuela de audiovisuales 35.ESAV, el cineasta Oliver Laxe expuso, entre otras claves de su concepción del cine, la idea de la sumisión soberana. Este término, acuñado por el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer -muerto ahorcado por los nazis por intentar asesinar a Adolf Hitler-, viene a referirse, en palabras del poeta Alejandro Simón Partal, “no a la sumisión que acarrea pérdida de dignidad, sino a la de abandonarse a lo que venga, la que supone la aceptación de nuestras limitaciones y de nuestra insignificancia ante la naturaleza, y ante Dios”. The Rider, película que transcurre íntegramente en el territorio de las grandes llanuras del estado de Dakota del Sur, es una reflexión acerca de esta idea de raíz religiosa, tan próxima a las culturas orientales en su concepción de la existencia, en clave de neowestern y no ficción.

 

La directora, Chloé Zhao, de origen chino, conoció al cowboy protagonista del film -Brady Jandreau- mientras rodaba su película anterior, Songs My Brothers Taught Me (2015) y fue testigo del accidente que funciona como detonante dramático de todo el film. Cambiando los apellidos de éste y los de su familia -por Blackburn- inició un rodaje que transcurrió en paralelo con la evolución de Brady, desarrollando una mezcla siempre en el límite de lo éticamente aceptable entre la ficción y la no ficción. Así, la cámara entra en la intimidad del grupo humano que forman Brady, su padre viudo, ludópata y semialcohólico, su hermana autista y sus amigos, cowboys dedicados a los rodeos y la doma de caballos. En esta operación bordea a veces la explotación morbosa de la degradación del cuerpo así como el retrato sentimental de la enfermedad. En concreto, las escenas con la hermana autista y también con su amigo con daño neurológico Lane Scott en el hospital en el que está en rehabilitación dan testimonio de ello. Sin embargo, lo que encontramos tras la capacidad de la cámara de Chloé para incomodarnos, es un atrevimiento y una inteligencia capaces de sostener esta apuesta permanentemente al límite sin que todo salte por los aires en una ola de cursilería y pornografía emocional.

 

La película arranca con el protagonista soñando con un caballo. Un primer plano de la cabeza de este, de su mirada, será tropo recurrente durante todo el metraje. Los primeros planos de humanos y caballos serán constantes y funcionarán como dípticos simétricos sobre las existencias paralelas de unos y otros. Los caballos, domados y puestos al servicio de los humanos, miran hacia ellos, atrapados en las llanuras interminables de Dakota del Sur, sujetos a su vez a un territorio cuya principal barrera física es su extensión. El infinito como fuente de angustia, el territorio inacabable como cárcel de la que no es posible huir. La película plantea, así, en su dimensión estética, una especie de interrogante existencial de índole casi metafísica: ¿qué diferencia a los habitantes de este territorio de los animales que tienen a su servicio? ¿Cuál es la condición de cada uno de ellos?

 

Brady nos muestra en un espejo las grapas que lleva en el cráneo sujetando la placa metálica que reemplaza el hueso fracturado en una caída compitiendo en un rodeo. Habrá varias escenas de este tipo, con la cámara a sus espaldas, contemplando la herida y el rostro del protagonista al mismo tiempo, un desdoblamiento que expresa la extrañeza de Brady ante sí mismo y que funciona como recordatorio de cuanto nos sentimos ajenos a nuestro propio cuerpo cuando este se fractura. Brady mira y no se reconoce de todo. Su conciencia de sí no está lista para esta versión dañada de sí mismo. Frente a esto, cuando su caballo Apolo arruine una de sus patas en un alambre de espino, la cámara enfrentará la mirada serena del caballo, la unidad existencial que es el animal frente a la naturaleza escindida del ser humano. El caballo como epítome de una naturaleza que es totalidad siempre y unos humanos que son fragmentos irrecomponibles, conjuntos de escombros disarmónicos. ¿Qué hacer pues, con esta fractura que nos constituye y que amenaza con la desintegración total cuando el cuerpo queda arruinado? ¿Dónde va a ir Brady con ese cuerpo quebrado que ya no es “él”?

 

Un vistazo rápido a la casa de los Jandreau así como al entorno inmediato sirve para contextualizar el estrato socio-económico en el cual se desarrolla su vida, más próximo a la exclusión social que a la precariedad que caracteriza la existencia en la mayoría de las zonas rurales del planeta. La anomia que recorre las relaciones sociales del grupo habla, también, de un fracaso en la organización política del territorio y de un grado cero del nivel social de la existencia en el cual no hay ni asideros ni enganches más allá de los lazos familiares básicos y de las relaciones mínimas en el trabajo. Los protagonistas viven en un territorio desolado no solo en el plano físico y mismo paisajístico, sino también en el plano social, ajenos a cualquier posibilidad de sentimiento de pertenencia comunitaria o de agregación humana de alguna clase. Brady, quebrado su cuerpo de hombre joven y blanco, descubre que, fuera de la carretera hacia el éxito que estaba siguiendo como ganador de rodeos, solo hay un vacío desolado y frío: el que corresponde con su individualidad en la que tantas esperanzas había depositado para salir del agujero material en el que desarrollaba su existencia. Sin embargo, entre toda esta desolación -maravillosamente estilizada- que muestra Zhao, vislumbramos relaciones humanas mínimamente dignas de tal nombre. Los colegas de Brady, veinteañeros aspirantes a campeones de los rodeos, siguen a su lado en plena convalecencia. Su hermana autista capaz de entregarle una forma faérica de amor, una especie de afecto angelical casi no humano que encuentra su expresión en las conversaciones elípticas que mantienen ambos de vez en cuando. El excampeón de cabalgada de toros salvajes Lane Scott, en proceso de rehabilitación en un centro para enfermos con daño neurológico le ofrece algo único a Brady: la posibilidad de cuidar de alguien de forma total y de ser el acompañante de una versión definitivamente arruinada de sí mismo. Finalmente, el padre de Brady, pese al escapismo al que se entrega entre tragaperras y alcohol, ofrece una paternidad enferma y sin duda defectuosa pero genuina que, bajo cierta capa de sarcasmo y distancia, oculta una preocupación sincera por la vida del hijo accidentado.

 

Sin embargo, a pesar de este conjunto de afectos humanos que marcan la vida de Brady, sus relaciones más verdaderas serán las que mantenga con los caballos. Primero en el trato con Gus, el caballo de la familia de toda la vida, y más tarde con Apolo, el caballo salvaje de un amigo de su padre, asistimos a la dimensión de la vida del protagonista en la cual éste es realmente excelente: el cuidado de estos animales. Las escenas en las cuales Brady se comunica literalmente con ellos gracias a un método basado en la paciencia y la calma nos conmueven por la ausencia de artificio o sentimentalismo. El formalismo documental de estas partes de la película dota de significado e ilumina la vida de Brady haciéndonos entender cuál es la vida verdadera que debería estar llevando más allá de los sueños de gloria y fama. Esto, evidente para el espectador, no lo es tanto para el protagonista, al que vemos planteándose continuamente su vuelta a los shows. Es en estas escenas cuando entendemos sin palabras esa idea de la sumisión soberana, ese dejarse llevar por el flujo de la vida aparcando toda la parafernalia retórica relativa a “luchar por los sueños”, “perseguir lo que deseas” y “ser uno mismo” que ha contaminado nuestras existencias con la excusa de vendernos cualquier tontería. Pero a medida que avanza el metraje se nos muestra que la salud de Brady ni siquiera le va a dar para ésto. La salida que adivinamos para este cowboy expulsado de su mundo no va a ser sencilla, pero probablemente sí satisfactoria, y está relacionada con la paciencia, la delicadeza y la entrega que pone en el cuidado de su amigo Lane.

 

The Rider recuerda visualmente de vez en cuando a esos directores que la directora reconoce como influencias directas -Wong Kar-Wai, Terrence Malick o Werner Herzog-, pero temáticamente podría entroncar con un John Ford en el cual la épica estuviera ausente y su lugar estuviera ocupado por la descripción del drama sordo de la supervivencia, así como con una Kelly Reichardt que le hubiera dado amplitud temática a alguna de sus historias mínimas sobre los habitantes de los márgenes. Los paisajes de Dakota del Sur retratados por un extraordinario Joshua James Richards teñidos de ocres, naranjas y azules amenazan con devorar a sus moradores, funcionando como prisiones inmensas o como territorios de una libertad intermitente y fragmentaria. Zhao, obsesiva con la sensación de asfixia que envuelve todo el rato a los protagonistas, retrata esta angustia existencial de dos formas: mediante primeros planos cerradísimos en los cuáles los ojos de Brady y los suyos reflejan los incendios que dominan sus vidas, o bien mediante planos generales en los cuales las figuras humanas, colocadas en el centro de la pantalla, revelan una insignificancia fundamental y una especie de no control del propio destino que articula toda la desolación que tiñe el metraje del film. Junto a estos recursos, encontramos el gusto de raíz bressoniana por retratar las manos del protagonista o algunos manierismos procedentes del cine independiente americano, desde la posición de la cámara a espaldas del protagonista siguiéndolo mientras este camina por las praderas, los subrayados musicales atmosféricos, o los desenfoques de los campos con las plantas del primer plano agitándose con el viento.

 

En los minutos finales del metraje Brady hará una aparente apuesta a todo o nada. El (supuesto) deseo de autorealización individual frente a la sumisión soberana y la aceptación de aquello en que su vida terminó por ser. En este punto Zhao condensa sus recursos expresivos al máximo. La cámara hace un recuento de todo lo que es la vida de Brady, como poniéndolo encima de una mesa de ruleta para centrarse, una vez más, en sus manos y en sus ojos. En la mirada última de Brady vislumbramos algo parecido a la serenidad que vimos antes en los caballos que fueron puntuando la historia. Como si el protagonista hubiera encontrado su sitio en un lugar inesperado, como se los fragmentos que lo habían compuesto de pronto encontraran la forma de encajar correctamente, el hombre dañado toma una decisión que lo reconcilia consigo mismo. Un gesto que aglutina todo el proceso vivido, que le de la sentido a lo narrado, y que cierra la película despojando de retórica triunfalista o de afirmación hiperindividualista la voluntad de Brady.

 

The Rider muestra como en ese territorio borroso que llaman “no ficción” crecen historias con capacidad para perturbarnos a partir de la mezcla de recursos de la ficción y de recursos del documental. En este caso, dos decisiones de la directora funcionan en este sentido: por una parte esa cámara que va hasta la cocina de la cotidianeidad de un enfermo de daño neurológico; por otra el papel semiprotagonista de una niña autista que parece funcionar sin guión. Ambas forman un cóctel complicado de manejar. Las escenas en las que estos personajes comparten plano con Brady ponen a prueba nuestra forma de mirar una película, obligándonos a posicionarnos con respeto a la eticidad de un gesto que roza los enfoques morbosos de los programas seudodocumentales que proliferan en las televisiones generalistas. Sin embargo, al no haber gratuidad en estas escenas, al estar al servicio de la historia que se está desarrollando nuestros recelos van disolviéndose poco a poco -o permaneciendo en el segundo plano que reservamos para discutir con nosotros mismos-. El resultado final de esta audacia estructural derivada de la apuesta no-ficcional es un film decididamente luminoso a pesar de los materiales humanos casi de derribo que lo componen. Una elegía no miserabilista a los derrotados de la tierra y a la capacidad para mantenerse en pie a pesar de la dureza de las condiciones de vida. Un canto, en fin, a una cierta actitud ante la vida, ante los otros y ante uno mismo que se resume en la expresión con la que abríamos al principio esta reseña, esa servidumbre soberana que plantea una resistencia casi íntima a un estado de cosas simplemente insoportable.