Frozen Time: Dawson City, Sobre la Memoria, el Archivo y el Olvido

“[…] we have early cinema. You can’t say we have early literature, or early painting. From that, I became interested in first how is primitive man depicted in primitive cinema, and the idea is that we’ve grown with cinema, we’ve changed with cinema, and cinema has changed us.”
Bill Morrison
(Entrevista aparecida en thefilmstage.com el 30 de enero de 2018)

 

 

Introducción: acerca del nacimiento del soporte material del cine
“Celuloide” es una de las marcas bajo las que comenzó a comercializarse el nitrato de celulosa allá por los años cincuenta del siglo XIX. Esta sustancia desciende directamente de la Parkesina, el primer plástico de la historia. El celuloide, por su capacidad para formar rollos y así poder almacenar muchos metros de película en poco espacio, fue el soporte elegido por la industria cinematográfica y fotográfica como base material de las emulsiones fotosensibles desarrolladas a finales del siglo XIX y principios del XX. Su principal inconveniente era su elevada inflamabilidad, motivo por el cual fue reemplazado cerca de 1950 de forma masiva por el acetato. Como sucedió con otros productos culturales, el soporte terminó por dar nombre al objeto: “film” se refiere al material sobre el que se aplica la emulsión fotosensible, siendo el “celuloide” la primera marca comercial de tal soporte. “Película”, la palabra habitual en gallego o castellano, se refiere a la propia emulsión. Cuando vamos a ver una “película” o “film” hablamos no de ese soporte, sino de las imágenes que, antaño, se ponían en movimiento gracias a los elementos electromecánicos agrupados en los proyectores. Aún hoy, en plena desaparición de todo lo que sea químico o mecánico, en el universo de las imágenes en movimiento, seguimos hablando de “films” y de “películas” a pesar de la competencia con términos como “audiovisuales”. Por “cine”, abreviatura del proyector responsable de la magia, seguimos refiriéndonos a un lugar, aquel en el que acontece la proyección. Este conjunto de metonimias y de abusos del lenguaje configura el campo semántico que llamamos “cine” desde sus orígenes. La sustancia que dio origen a la industria de los plásticos, y que sirvió de base al nacimiento de explosivos como la dinamita, es la responsable directa del almacenaje de las ficciones y documentales rodados entre finales del siglo XIX y principio del XX. Cine, plásticos, explosivos, memoria e imaginación, aparecen ligadas alrededor de este material.

 

 

Introducción (II): la fiebre del oro, el Klondike y el amanecer del capitalismo moderno
Entre 1896 y 1899 tuvo lugar en la región de Klondike, Alaska, una de las cincuenta y dos fiebres del oro que acontecieron durante el siglo XIX en Estados Unidos y Canadá. Cien mil buscadores salidos de Seattle y San Francisco se lanzaron en la búsqueda de más yacimientos como los encontrados por George Carmack y Jim Skooku en el área bordeada por los ríos Yukon y Klondike en agosto de 1896. De ellos apenas treinta mil conseguirían llegar a su destino, poblando durante esos tres años la recién nacida villa de Dawson City. La población original del territorio, la tribu Hän, terminó confinada en una reserva que se iría apagando hasta casi desaparecer en apenas una década. El paisaje y el medio ambiente de la región terminarían desfigurados de manera irreversible, las aguas del río Yukon contaminadas, el suelo tardaría decenas de años en recuperarse para uso agrícola. La explotación desenfrenada de los recursos, la miserabilización de la población original, la desgracia de la mayoría de los miles de emigrados en busca de fortuna y la degradación medioambiental serían el precio a pagar para que, finalmente, un puñado de familias – entre ellas los Trump o los Guggenheim – terminaran sentando las bases de unas fortunas que parecen, más de un siglo después, intocables.

 

 

 

La historia
En el verano de 1978 durante una excavación para la construcción de un nuevo edificio en la villa de Dawson City, un operario de una excavadora desenterró 533 rollos de película de nitrato de celulosa correspondientes a varios cientos de películas mudas rodadas entre el comienzo y los años veinte del siglo XX. De ellas, 372 eran obras que se creían perdidas para siempre. Muchos de los negativos estaban deteriorados, acumulando manchas de humedad, hongos, ralladuras y toda clase de erosiones en la superficie. Además de obras de ficción de gran relevancia en su momento – protagonizadas por actores como Lionel Barrymore, Lon Chaney o Douglas Fairbanks – el conjunto incluía importantes grabaciones documentales como la marcha de protesta contra la violencia racial de 1919 en Nueva York, el atentado anarquista en la sede de la banca J. P. Morgan de 1929 o las movilizaciones masivas de los trabajadores de la IWW (Industrial Workers of the World) en los albores de la Gran Depresión. Pequeños fragmentos de la vida cotidiana en Dawson City, grabaciones de la “estampida” de 1896 y filmaciones del paisaje virgen del Klondike anterior a la invasión de los buscadores de oro, completaban temáticamente el total de las filmaciones.

 

Partiendo de estos materiales excepcionales, Bill Morrison articula un proyecto desarrollado básicamente en tres frentes. El primero, el más obvio, es la reconstrucción de la historia de Dawson City desde su fundación en 1896 hasta el presente. Este es el hilo conductor de toda la narración: el nacimiento y crecimiento híper acelerado de la ciudad, la igualmente rápida decadencia, y su estabilización a lo largo del siglo XX. Los casinos que abrían y cerraban en paralelo, la abundancia de los yacimientos de oro, los edificios de la administración que otorgaban entidad a la villa, los múltiples incendios que obligaron a su reconstrucción varias veces, la llegada de la electricidad, el asentamiento de bancos, la llegada de grandes magnates, y, por supuesto, las aperturas/cierres de salas de proyección y las visitas de estrellas y directores de cine vinculados a las películas que allí se exhibían. La cronología de la ciudad es la columna vertebral que sirve para articular todo el film. Esta estructura se arma a partir del barrido de fotos fijas – muchas de ellas a cargo del estudio Hegg & Larss -, con el intercalado de parte de los films encontrados, así como de otros materiales de archivo más reciente correspondientes a la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI. Quizás, de todo este apartado, lo más relevante sea el estudio de los miles de horas de filmaciones encontradas y la selección de lo más reseñable. Esto parece una tarea titánica, un ejercicio de amor ilimitado por el cine combinado con la racionalidad del entomólogo más preciso. Esta pasión por las imágenes en movimiento combinada con el frío cálculo clasificatorio de estas, son las claves para llevar adelante la tarea de dar sentido a los materiales encontrados. El simple hecho de articular esos miles de metros de celuloide constituye un logro en sí mismo.

 

 

El segundo frente es la exhibición de la belleza del material deteriorado. Miles de fotogramas afectados por daños irreparables muestran una cualidad fantasmagórica que trasciende la dimensión estética. Toda imagen de un tiempo pasado viene siendo una suerte de imagen de un fantasma: algo desaparecido del cual conservamos una presencia etérea. Así, los fotogramas no sólo hablan del tiempo pasado, no sólo documentan ficciones pretéritas y formas de vida que quedaron atrás. De alguna forma son una reflexión en voz alta sobre la naturaleza espectral de las imágenes de las películas y sobre el carácter ilusorio de la memoria ligada a ellas.

Por último, la mezcla de elementos documentales y de obras de ficción crea una visión de conjunto de gran precisión sobre la época. No asistimos simplemente a la observación de las condiciones materiales de los colonos de Dawson City. No sólo contemplamos las calles embarradas, los casinos llenos de gente, las caras endurecidas de los mineros, la miseria de las infraviviendas o la contaminación del paisaje asociada a la minería. También disfrutamos en paralelo de la materialización de las aspiraciones y ensoñaciones sedimentadas en las producciones cinematográficas de la época: romances tormentosos entre personas de distintas clases sociales, historias de ambición y poder, fantasías de riqueza súbita o la crónica negra ligada a la fractura social que recorre la sociedad norteamericana de la época. Ambas cosas, realidad y ficción, entrelazadas hábilmente, actuando de caja de resonancia mutua, nos da una vista privilegiada de lo que eran la realidad y los imaginarios de la época.

 

 

El tiempo congelado
Encontramos así en Bill Morrison una dimensión arqueológica en su trabajo como cineasta. No se trata sólo de montar trozos de películas de hace un siglo, ni de entregarse a la inevitable nostalgia por los tiempos pasados (esto también está presente aquí, claro) sino de preguntarse por la naturaleza de nuestra concepción del pasado. Cuando contemplamos una película, sea cual sea su tiempo de producción, existen marcadores en su interior que hablan del momento en el que fue rodada. Desde el vestuario de las personas que aparecían en ella –incluso en ficciones “de época”- hasta los elementos tecnológicos: el contexto histórico en el que se rueda un film siempre delata a éste, deja siempre una huella que es imposible obviar. La atención a esa huella es arqueológica. Ese tiempo que ya fue, petrificado, congelado, esculpido, es a lo que hace referencia el título de la película.

Hay una historia, sí, el nacimiento, crecimiento y decadencia de Dawson City, hay una mirada al contexto social, económico e incluso político y medioambiental, hay un elemento contemplativo –estético- y una dimensión nostálgica, pero el propósito principal parece ser esa investigación sobre la naturaleza del tiempo inmovilizado: ¿cómo es posible que el testimonio de esa rocosidad se construya desde la fantasmagoría de las imágenes en movimiento? La memoria se edifica empleando los mecanismos de la ficción, es un relato construido a base de archivos y descartes del archivo. Y, pese a la naturaleza evanescente que la constituye, presenta la densidad del granito. Parece como si las imágenes que representan un momento concreto pasaran a ser ese mismo momento, como si tuviera lugar una suerte de clausura: esos cientos de miles de imágenes en movimiento de pronto pasan a ser ese propio momento que representaban. Esa vampirización de los hechos por parte de su representación es inquietante: el pasado aquí retratado termina por ser un lugar en blanco y negro en el cual las cosas transcurren a una velocidad extraña y no hay sonidos que correspondan con él. El mecanismo de representación pasa a equivaler a lo representado. La memoria, pues, es una tarea de usurpación, desplazamiento, reemplazo de unos hechos ya inaccesibles por la huella parcial de algunos de sus momentos en nuestros soportes materiales de almacenamiento de imágenes y sonidos.

 

 

El núcleo fundamental del film, por lo tanto, está habitado por un antagonismo que genera una tensión permanente: el testimonio de la época pasa a tomar el papel de la propia época y como espectadores dudamos entre dejarnos llevar por este reduccionismo o bien preguntarnos “¿qué quedó fuera de ésto?”. Podemos entender así “arqueología”, en este contexto, como el impulso que busca descifrar esta tensión, poner cada cosa en su sitio. Y esta labor arqueológica –que plantea una pregunta inevitable: ¿de dónde nace este poder sedimentador de las imágenes en movimiento? – es llevada a cabo por esos fotogramas dañados, incluidos en el film. Ellos nos dicen qué soporte es falible y que está amenazado por la destrucción. Todo soporte es una pieza minúscula, insignificante y significativa con respecto al tiempo que pretender ser conservado en él. Las ralladuras y quemados sobre el gel fotosensible se mezclan en la pantalla con las personas, cosas y paisajes: tienen, en el orden de la representación, la misma categoría. La tentación sería caer en un nihilismo fácil: todo está condenado a desaparecer, los testigos de nuestro pasado no van a aguantar mucho tiempo, para qué esforzarse por grabar el presente si estas grabaciones no van a durar. Por ello, lo que destila esta tensión entre tiempo representado y representación, es la sensación de milagro, el pensamiento de que la historia de la humanidad, siendo banal es sus aspectos concretos, tiene un algo excepcional que está estrechamente ligado a ese caminar en el filo entre la persistencia del ser y la posibilidad de no ser absolutamente nada. Así, esta lucha queda en tablas: reconocemos el valor de lo registrado, somos conscientes de su fragilidad y de su excepcionalidad, pero, al tiempo, algo nos dice que todo esto sólo es una fracción miserable de lo que ya fue, del tumulto casi infinito de lo acontecido, un porcentaje insignificante de todas esas vidas y sucesos de los cuales sólo nos quedan esos registros frágiles destinados, también a extinguirse en algún momento.

 

 

¿Cómo enfrentarse pues a todas las dimensiones que encontramos en el film? La historia de Dawson City paralela al nacimiento del cine nos interesa por las extrañas resonancias que se producen en el amanecer de algunas industrias que serán decisivas en la configuración de nuestro presente: la cinematográfica, la de los plásticos y la de los explosivos. Los miles de rollos enterrados y desenterrados nos hablan del azar que acompaña al devenir de toda construcción humana – material o inmaterial-. Las historias que se cuentan en esos rollos aluden tanto a la representación real de la época como a la construcción del imaginario que está en el origen del lenguaje cinematográfico. Los motivos documentales enseñan fragmentos poco conocidos de la convulsa historia de los Estados Unidos de principios del siglo XX. Los fotogramas dañados despiertan la reflexión sobre las condiciones de conservación de los soportes materiales de nuestra cultura y, al mismo tiempo, disparan nuestra imaginación y nos llevan al terreno poético desde la belleza formal de su apariencia.

Por último, la labor de selección y de montaje de los materiales fílmicos nos muestra a un autor capaz de combinar lo arqueológico/racional de su tarea, con lo poético/irracional contenido en un montón de secuencias y fotogramas. Dawson City: Frozen Time es, por lo tanto, una obra que abraza aspectos de la creación cinematográfica y que suscita tantas lecturas en diversos planos que la única opción posible para su contemplación es dejarse llevar por el torrente visual que recorre la pantalla. El tratamiento sonoro a cargo de Alex Somers – colaborador habitual de Sigúr Ros – establece un diálogo peculiar entre sonido e imagen. Combinando Ambient y Electrónica abstracta, la apuesta por sonidos contemporáneos del compositor marca un fuerte contraste con las imágenes. Los parajes nevados de la región del Yukon, la evolución de las calles y edificios de Dawson City, las fotografías fijas de grupos humanos de todo tipo y todas las porciones de los films de ficción y documentales de la época nos sumergen en un magma sonoro que potencia el poder evocador de las imágenes, un contenedor de audio preciso y eficaz que sabe permanecer en segundo plano, hasta llevarnos, casi sin darnos cuenta, al corazón lírico de esta obra. El abanico de sensaciones y afectos que despliega el film le debe gran parte de su efecto a esa banda sonora que acoge y cuida afectuosamente las frágiles imágenes de ese pasado desvanecido, empleando para ello los recursos formales de nuestro siglo XXI.