O que arde, la imposibilidad de la vuelta al hogar

«Pienso que el espectador no es un niño al cual se le tiene que explicar todo. No solo con el guión, sino también a través del montaje, ha de concedérsele tiempo y espacio para que vea, piense, imagine por él mismo»

Agnès Varda, seminario
Le cinema mis en question par une cinéaste
(Universidad de Girona, 2011)

[Vimos «o que arde» en medio de una expectación general inédita en este país. Todo vendido para las tres sesiones diarias durante dos semanas en los multicines Norte en Vigo. La presentación a principios de octubre a cargo del propio Oliver Laxe en estos mismos cines se convirtió en un pequeño acontecimiento. Un terremoto de magnitud nueve en la escala de interés de Richter en una ciudad sumida en la apatía provinciana impulsada polo el propio alcalde y su equipo de gobierno. El cine convertido en hecho social, el arte en el centro de las conversaciones durante varios días, el consumo de las imágenes en movimiento enfrentado a un producto bastante ajeno a las reglas de ese mismo consumo. Polémicas, discusiones, interpretaciones apasionadas, la necesidad en muchas personas de tener un mensaje claro que no encontraban. También, muchos fans algo decepcionados por la comparación con «mimosas». El alboroto, en definitiva, tan refrescante en el encorsetado panorama cultural gallego -y tan propicio a generar confusión en el juicio estético, en la apreciación artística y en el comentario cultural-, fue disipándose con el paso de los días. A casi dos meses vista de su estreno comercial aun no ha remitido completamente, pero, lejos de él, percibiéndolo como uno ruido de fondo asordinado, podemos intentar otra crónica condenada al fracaso de antemano.]

«O que arde» es una expresión que nos remite a un amplio abanico de significados. En primer lugar, aplicada a la realidad socioeconómica gallega, O que arde habla de los montes: cada verano, con precisión matemática, miles de hectáreas arrasan nuestra geografía. En segundo, aplicado al territorio y a su habitabilidad, O que arde habla de un modo de vida con siglos de historia basado en una organización territorial y en un empleo de sus recursos que no va volver más. En tercer lugar, iluminando nuestra imaginación, O que arde apunta hacia un futuro posible, y, con él, a las líneas de fuga con respeto a la realidad actual. En cuarto lugar, O que arde, o por lo menos, lo que debería arder, se refiere a la propia pantalla del cine, soporte material de la intensidad de lo visual y lugar en el cual cierta racionalidad creativa desarrolla sus potencialidades sin impedimentos. En una quinta posibilidad, O que arde se refiere a la propia vida de un personaje marcado para siempre por un pasado que no tiene borrado posible, y, al tiempo, al amor incondicional de su madre, un amor silencioso, contenido, basado en gestos (mínimos) más que en palabras, una brasa que nunca se extingue y que irradia un calor continuado a pesar de no exteriorizar llama alguna. O que arde, por lo tanto, habla al mismo tiempo de individuos y de colectivos humanos, de relaciones personales y de relaciones sociales, de las personas concretas que habitan un paisaje particular y de las personas que los demás imaginan que son los otros, de la pervivencia del pasado en el presente y del futuro como si fuera niebla en los montes. Para ello se pone en pie un conglomerado complejo de enfoques y tonalidades que necesitan de varios niveles de enunciación diferentes. El discurso fílmico, asentado con firmeza sobre la puesta en escena más que en un guión cerrado, no ofrece respuestas claras en ningún momento, dejando a cargo de los espectadores la labor de elaborar el significado de todo aquello que se está exponiendo en la pantalla.

Los primeros tres minutos de esta película son, necesariamente ya, parte de la historia del cine. Una secuencia en la cual lo real y lo imaginario se mezclan forzando la suspensión del análisis racional y obligando a entregarse a la fascinación de la belleza de las imágenes en movimiento. Tres minutos de dilatación temporal en los cuales la impresión visual y sonora alcanzan cotas altísimas de intensidad: el monte, la noche, los árboles, los sonidos de las bestias maquínicas que se mueven entre ellas. Un trasfondo casi mítico de historias de miedo y relatos de terror que se va hibridando con la narración de la fría eficiencia del desarrollo tecnológico aplicado a la gestión del territorio. Nuestro inconsciente colectivo, alimentado durante siglos con el miedo a la oscuridad y a andar a solas de noche en medio de lo salvaje, resuena con esta inversión de los cuentos clásicos. Las máquinas encargadas de trazar los cortafuegos sobre la piel del monte encarnan la fuerza incontenible de la racionalidad humana actuando sobre nuestro entorno natural. En esta secuencia inicial es fácil encontrarse echando de menos todo aquello que asustaba a nuestros antecesores. O que arde, pues, posibilita aquí una sexta lectura posible al referenciar el viejo substrato de historias de miedo que nuestras abuelas contaban a la luz de un candil en las frías noches del invierno gallego. La herencia de nuestra imaginación colectiva, parece decir Laxe en este arranque, está destrozada, arruinada junto a la naturaleza que le daba contexto y que ya no existe más que residualmente. La terrible belleza del antropoceno explicada visualmente en apenas ciento ochenta segundos.

Tras este prólogo nocturno el film abre a continuación con su historia central siguiendo un esquema clásico en su estructura. Un pirómano que viene de terminar su condena -Amador- regresa a su pueblo en la montaña lucense señalado por sus vecinos y acogido por una madre -Benedicta- que solo puede ofrecer amor infinito al hijo que vuelve al hogar. El retorno -su imposibilidad en realidad-, sirve para mostrar la incapacidad de reconectarse a aquello de lo que nos hemos separado en un nivel esencial, hablando, así, no solo del protagonista, sino de todos nosotros, incapacitados para regresar a un lugar que ya no existe a pesar de conservar su fisicidad. La cámara se pega a los dos protagonistas durante el primer acto de la película. Registra el restablecemento de las viejas rutinas como la relación con la tierra, con los animales, con los objetos de una casa pretecnológica en la cual no hay vitrocerámica, móviles, smart-tvs, tablets o altavoces inteligentes por todas partes. Una vieja tele de tubo como única concesión nos hace pensar si la película está hablando de nuestro ahora o de un «ahora» anterior, treinta o cuarenta años atrás en el tiempo. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos del protagonista por retornar en un sentido pleno a lo que era él mismo «antes» (antes del incendio, antes del tiempo en la cárcel, antes de las miradas desconfiadas de la vecinanza), hay todo el rato un impedimento casi físico que lo hace imposible. El Amador pirómano intuye que lo que ardió fueron algo más que los eucaliptos y pinos del monte vecinal, posiblemente su vida previa a los acontecimientos. Y, así, un malestar difuso -como si portara una nube de cenizas sobre su cabeza que no hubiera parado de empaparlo- va engordando en su vivencia cotidiana. Amador percibe, en un nivel casi corporal, que su hogar de toda la vida ya no es tal cosa, que los días de ser uno con el territorio que habitaba terminaron definitivamente y que solo le queda ser un extraño en el paisaje geográfico y humano que era, literalmente, su propia casa.

La afinidad tarkosvkiana de Laxe se hace patente durante este primer acto (algo menos en el segundo). El gusto por estirar el tiempo, por dotarlo de densidad y significación a base de estirar la duración de los planos, va funcionando por acumulación. La película nos empapa, va colándose en nuestro organismo a base de microimpactos visuales continuados, un orballo de imágenes que cala lentamente. Las escenas domésticas iluminadas con una luz que fluctúa entre lo espectral y lo decadente son retratadas con delicadeza y concentración. Las escasas conversaciones entre madre e hijo insertan reflexiones transcendentales camufladas como banalidades de corte costumbrista. La naturaleza, plena del misterio que se deriva de ser simultaneamente lugar de acogida y amenaza silenciosa, envuelve a los protagonistas sin hacerlos pequeños. La monumentalidad de las montañas lucenses sumergidas en niebla sirve, como las montañas de «mimosas», de referente de una cierta idea de trascendencia más relacionada con la temporalidad geológica y con la dimensión inabarcable del universo y sus objetos, que con la espiritualidad en su sentido convencional. El territorio subraya al tiempo la insignificancia fundamental de lo humano y su excepcionalidad mediante un uso virtuoso de la fotografía y de la iluminación así como de la posición de los protagonistas sobre el telón majestuoso que da soporte a sus existencias. A partir de aquí, ya en el «segundo acto», diversos elementos secundarios confluyen en la trama principal de manera algo forzada. Algunos personajes circunstanciales aparecen apenas esbozados y sin consistencia, quizás como meros apuntes que deberían haber tenido más recorrido si hubiera sido posible desarrollarlos en una película de tres horas de duración que nunca se hará: hablamos de los vecinos que pretenden rehabilitar una casa en la aldea de los protagonistas o de la veterinaria que se asoma de forma puntual a la vida de Amador y Benedicta desencadenando un tercer acto en el que se le da al espectador ese incendio que lleva flotando en el aire desde que conocemos al protagonista.

El paso entre el segundo y tercer «actos» que tiene lugar transcurrida la mitad de la película quizás sea la decisión más discutible del director: la escena de la vaca que va camino de la clínica veterinaria, subrayada por el «Suzanne» de Leonard Cohen. Es esta una apuesta extraña en un director que huye de los recursos sentimentales y que no apela nunca a la emoción en crudo que puede ser disparada por una canción con la carga que tiene la creación del bardo canadiense. La vaca -imitando al típico perro que asoma la cabeza por la ventana de un automóvil en movimiento- es encuadrada en primer plano mientras la canción de Cohen pasa de lo diegético a lo extradiegético, dejando una pregunta sin respuesta tras de sí: ¿por qué llora la vaca?. El Laxe que reconocemos en la frase de Agnès Varda con la que abrimos este comentario parece no dejar los rodajes cerrados y atados a un guión, sino que a partir de este se abre a los encuentros que ofrecen esos mismos rodajes, incorpora en sus films esa imprevisibilidad de lo real que acontece mientras filma. La vida, en definitiva, sea una vaca que llora (o unos calcetines a secar en una cocina de hierro, o un grupo de vecinos en un entierro), parece querer colarse entre los fotogramas de estos artificios que son las películas.

Enfrentados a las llamas del incendio que anunciaba el propio título, como espectadores, quedamos fascinados ante la pantalla. Igual que esos animales nocturnos que cruzan las carreteras y quedan hipnotizados por la intensidad de los faros de los automóviles hasta ser atropellados, somos aplastados por la belleza de ese incendio nocturno. El cambio de registro es brutal: pasamos de una intimidad que se desarrolla en el ámbito de lo familiar y de lo paisajístico a una (esperada) intimidad con el horror: la fisicidad y el frenesí de la lucha de las patrullas antiincendios con las llamas contrasta con toda la calma contemplativa que la precede en el metraje. La furia del fuego -otro ser que recorre esos montes lucenses como expresión de la barbarie humana- es retratada casi como una suerte de ballet mortal entre la fragilidad de los seres humanos que le hacen frente y la potencia aniquiladora del incendio. De nuevo, el papel del sonido, como en la secuencia de apertura, es decisivo, reforzando la sensación de ser sumergidos en un infierno que nos fascina al tiempo que nos repugna.

El periplo de Amador -su imposible vuelta al hogar-, queda cerrado en una última escena simétrica de la primera en la que lo vemos: el protagonista sale de la cárcel al inicio del film par acabar, en el tramo final, siendo consciente de que, de otra forma, sigue prisionero en otra cárcel de la que posiblemente no vaya a poder salir. El incendio que ha devastado de nuevo los montes de su pueblo sirve para hacer bien visibles los nuevos barrotes: la sospecha, la incomprensión, el desprecio e incluso la descarga de la cólera colectiva en forma de violencia física. Golpeado por aquellos vecinos suyos que trataban de rehabilitar una casa junto a la de su madre -inicialmente amistosos con él-, Amador solo encuentra la consolación en los brazos maternos. Como otra premonición -también con un animal de por medio- anteriormente, en la larga escena del incendio, un potro que huye aterrorizado del fuego, quemado y posiblemente asfixiado, es contemplado con estupor por los fatigados miembros de la patrulla que lucha con el incendio. La correspondencia entre esa cría de caballo que no entiende nada y que es uno con su dolor nos remiten en ese casi final de película a asociarlo con el propio Amador, otro animal herido incapaz de enfrentar su situación, rodeado de fuerzas que no comprende, preguntándose si solo él es el culpable de toda esa destrucción y de toda esa violencia.

Terminada la película, entre los arrebatos poéticos que atestan la pantalla, el costumbrismo elevado a la orden de lo metafísico que impregna cada plano y la extraña forma de honestidad con ellos mismos que transmiten los rostros de Amador y Benedicta, uno no puede evitar recordar que lleva viendo arder el territorio de Galicia desde hace más de cuarenta años (especialmente en la década de los ochenta y los noventa del pasado siglo XX). Y que esta herencia de fuegos y de montes convertidos en cenizas está impresa en nuestra genética antropolóxico-cultural casi con más fuerza que cualquier otra de la que tengamos conocimiento. A veces pienso que gran parte del sentimiento de pertenencia a nuestra tierra está recogido en tres sensaciones: el olor a eucalipto quemado, las columnas de humo en el horizonte y las siluetas de los hidroaviones recortadas contra el sol en el cielo de verano. Este haz de impresiones sensoriales y su huella en nuestro ánimo colectivo está perfectamente recogido en ese impactante plano de la película en el cual la casa tradicional que estaba siendo restaurada arde sin posibilidad de ser salvada. Es imposible volver la casa porque ya no hay casa a la que volver.

Ciclo de cine Agnès Varda

El pasado marzo de 2019 falleció la creadora francesa Agnès Varda a la edad de 90 años. Su trayectoria artística es inmensa, abarcando los ámbitos del cine, la fotografía, la escritura y la instalación. En el ámbito cinematográfico se considera precursora de la nouvelle vague, siendo colega y amiga de todos los grandes nombres del movimiento, en especial de Jean-Luc Godard. Su obra fílmica muestra como elementos centrales la tensión entre el documental y la ficción, las intersecciones entre realidad e imaginación, la vida de los objetos domésticos, el diálogo con la historia de la arte, la importancia de los paisajes de su vida -las playas singularmente- o la preocupación por los habitantes más desfavorecidos de su Francia natal. Además de todo esto, una honda mirada feminista impregna su cinematografía completa a lo largo de seis décadas de producción.

Desde Mirasons, en colaboración con la crítica y programadora de festivales cinematográficos Elena Duque, con los Multicines Norte y con la Alianza Francesa, hemos articulado un pequeño ciclo en homenaje a su figura durante los jueves del mes de noviembre. La hora de proyección será, para cada film, las 20.10 horas. El calendario es el siguiente:

7 de noviembre: Clèo de 5 a 7
14 de noviembre: Los espigadores y la espigadora
21 de noviembre: Sin techo ni ley
28 de noviembre: Caras y lugares
12 de diciembre: Varda por Agnès

Nos vemos los jueves en los Multicines Norte!

An elephant sitting still, world is a WASTELAND

El Brihadaranyaka Upanishad -uno de los textos sagrados hindú y budista más antiguos- recoge una conversación entre Vishnu -la deidad principal de la trímurti– y las tres clases de criaturas que habitan el mundo: los dioses, los seres humanos y los demonios. Ellas tres significan las tres gunas o tendencias que existen en la creación. El modo de la deidad, o nivel de conciencia más elevado, el modo de la pasión, o el nivel medio de la consciencia, y el modo de la ignorancia o el nivel más bajo de la conciencia. En esa conversación, interrogado Vishnu por estos tres tipos de seres acerca de cual es la forma correcta de vivir, responde con una sola sílaba: DA. Los dioses entienden que «DA» significa «Damyata», esto es, tener el control sobre los sentidos, ya que los dioses tienden a ser adictos al hedonismo y a los placeres sensuales. Los demonios entienden que esa sílaba significa «Dayadhvam» o compasión, dada su tendencia natural a causar daño a los demás para satisfacer sus deseos. Los seres humanos entienden «Datta», generosidad, dada la tendencia de estos a ser avariciosos y materialistas. El mensaje de Vishnu, por lo tanto, acerca de la manera correcta de vivir es ese «Damyata, Dayadhvam, Datta»: Control (de los sentidos), Compasión y Generosidad. Compasión, en nuestra cultura occidental, es una palabra connotada por la apropiación que hizo de ella el catolicismo, casi sinónima de «caridad». Sin embargo, en el sentido estricto significa «capacidad para sentir el dolor ajeno como propio», esto es, un situarse de forma plena en el lugar del otro haciendo de su sufrimiento una cuestión personal

En el poemario de T. S. Eliot, «The Waste Land», en su quinta parte -«What The Thunder Said»- encontramos la recreación de esta conversación. «Lo que dijo el trueno», cerrando el poemario: Datta, Dayadhvam, Damyata, invirtiendo el orden de la respuesta original: Generosidad, Compasión, Control (de los sentidos). Que uno de los poemas más importantes del siglo XX finalice con esta invocación no es casualidad. The Waste Land fue escrita bajo el impacto traumático de la Primera Guerra Mundial en la generación de Eliot. Influido por la lectura del Ulysses de Joyce y editado por Ezra Pound, este poema es la respuesta alucinada y fracturada a la desintegración de un universo de sentido, así como el relato en verso del pánico ante la llegada de una modernidade que, haciendo bandera de la razón, amenazaba con aniquilar toda la cultura anterior. Eliot, que se definía como Wclasicista en literatura, realista (partidario de la monarquía) en política y anglocatólico en religión», fue capaz de vislumbrar desde una postura conservadora el mundo hacia el cual se dirigía la humanidad y de dar cuenta de este empleando métodos formales propios de las vanguardias literarias.

Lo primero que llama la atención de An Elephant Sitting Still es que siempre estamos demasiado cerca de sus protagonistas. Comenzamos el día despertando con ellos en la misma cama, nos pegamos a sus cuerpos mentras un padre iracundo y violento les echa una bronca, nos quedamos paralizados mentras un yerno sin escrúpulos intenta echarlos de su propia casa, nos incomodamos mientras una amante con prisa los observa con desprecio mentras trata de salir de su apartamento, sufrimos mientras una madre con resaca los mira entre la ignorancia y el resentimiento. Estamos junto a ellos, miranso sus perfiles agotados o endurecidos, los seguimos pegados a sus espaldas casi sintiendo su respiración por las calles de una ciudad que es una ruina incluso aunque sus edificios estén en pie. Miramos la luz blanca que los baña en los exteriores sin iluminarlos, nos esforzamos por distinguir las siluetas que los acompañan en los interiores en penumbra en los que, más que habitar o refugiarse, experimentan una especie de cierre asfixiante e irreal. Estamos tan cerca todo el tiempo que casi podemos oler su aflicción, su soledad, su temor, su desamparo, su malestar permanente. Las cuatro personas que forman el núcleo del film amanecen con otro día insoportable que añadir a sus vidas, y nosotros estamos ahí, durante las doce horas en las que se extiende el relato, pegados en el límite de la intimidad.

WEI Bu y HUANG Ling son, respectivamente, un y una adolescente de dieciséis años; WANG Jin un jubilado de sesenta, y YU Cheng un pequeño delincuente que ronda la treintena. La edad de cada uno es relevante pues la idea central y que, más allá de los rasgos generacionales, hay un elemento común que los aglutina la todos: la certidumbre de que no hay solución para sus vidas. Alrededor de ellos orbita una nebulosa de personajes que actuarán como motores dramáticos para poner en marcha cambios trágicos en sus existencias. Como si fuera un Ulysses joyciano desarrollado a cuatro voces y ambientado en una megalópolis china del siglo XXI en vez de en el Dublín de los años veinte del siglo pasado, An Elephant Sitting Still ejerce de notario de un estado de ánimo colectivo y da testimonio -a partir de cuatro casos particulares- del modo de vida dominante hoy en este momento de la historia en China bajo el peculiar régimen socioeconómico allí instalado.

La incapacidad para tejer cualquier red afectiva mínimamente sólida funciona como corazón del film, una factoría de malestar que trabaja sin descanso: no hay ningún personaje en la película que esté a salvo de una devastación que es tanto moral como social y tanto individual cómo colectiva. La única relación verdadera es la que mantiene el jubilado WANG con su perro, el único ser capaz de destilar un afecto verdadero por alguna de las personas que aparecen en las cuatro horas de metraje. La incapacidad de los seres humanos protagonistas para dar cuenta de algún tipo de vínculo entre ellos es expuesta con crudeza pero sin dramatismo, no hay exageración en los gestos ni apenas reacciones excesivas. El vacío de estas vidas individualizadas hasta el extremo está aquí marcado por unas caras esculpidas con el cincel de la impasibilidad. Sin embargo, a pesar de la contención excesiva, cada uno de ellos tendrá su momento de catarsis, su explosión personal en forma de acto violento expresado, también sin ampulosidad, con la sequedade formal que recorre todos sus actos.

Los resortes dramáticos que van a moverlos son terribles y tienen que ver en tres de los casos con la aparición de la muerte en sus vidas. Un suicidio, un accidente en unas escaleras, una pelea entre perros: el pistoletazo de salida para huir de la propia existencia tiene como punto de partida el azar, la aparición repentina de un algo terrible de forma abrupta. La única mujer de este cuarteto será afectada por algo peor que la muerte: un escándalo de índole sexual difundido a través de internet. Todas las muertes y el mismo vídeo del escándalo aparecen bien fuera de campo, bien desenfocadas o desplazada su presencia al terreno del sonido. Esta delicadeza visual -constante al largo del film- hace que Hu Bo sortee con éxito dos sendas peligrosas para una narración de estas características: la pornografía sentimental y la exaltación miserabilista. Las vidas precarias son retratadas con una puesta en escea que acentúa tanto el aislamiento personal de cada protagonista como el deterioro de su entorno, el no-lugar en el que se desarrollan sus existencias. Ambas cosas, aparentemente desconectadas, guardan una relación profunda. Las filas de edificios de baja calidad compartimentados en apartamentos diminutos sólo pueden albergar seres exhaustos, cerrados sobre sí mismos como consecuencia de la lucha por la supervivencia que los consume. No es la miseria estrictamente el hábitat de estas personas, sino su posibilidad, como si fueran funambulistas sobre un hilo que va perdiendo tensión de forma perceptible. Habitantes de una precariedad que actúa cómo amenaza continuada de algo peor, y condeados a vagar entre seres como ellos mismos que solo entienden de relaciones contractuales y de medios para conseguir sus fines, los cuatro protagonistas se encontrarán en algún momento haciendo una extraña puesta en común de sus situaciones personales. El reconocimiento del propio dolor en los otros y el entendimiento casi físico de la abrumadora tristeza con la que cargan los demás arrojará una luz inesperada sobre ellos. Esa luz que falta en la película durante casi doscientos treinta y nueve minutos y que no es otra que la que ilumina nuestras existencias cuando nos juntamos entre nosotros para compartir desde las insignificancias más absurdas hasta las penas que nos devoran de forma continua.

WEI, protagonista de un de los cuatro incidentes dramáticos clave del relato, toma una decisión que es totalmente absurda: antes de que termine el día marchará a la ciudad de Manzhouli para ver «el elefante que permanece sentado». Esta es una imagen contundente que va salpicando el relato de forma intermitente. Como decisión no va a resolver nada en el plano práctico. Como respuesta simbólica es un cortocircuito, un callejón sin salida. La elección de algo que no funciona ni en el plano de lo real ni en el plano de lo simbólico tiene que tener que ver, necesariamente, con lo imaginario. WEI decide entregarse a una fantasía de lectura realmente oscura. El elefante sentado, ¿de qué nos habla? ¿Es quizás una imagen de la propia China? ¿Es el retrato de una sociedad ensimismada y mastodóntica incapaz de desplazar mínimamente sus coordenadas? La opacidad de este motivo desata nuestra necesidad de interpretar, abre la puerta a una lectura continuada del gesto de WEI, nos martillea con una pregunta: ¿por que?

La película se articula principalmente sobre dos capas de sentido. Una de ellas, la más superficial, se refiere a la dimensión moral de los actos de los protagonistas. Parece que todos ellos están sumergidos en la misma sustancia viscosa del interés particular, encadenados a un egoísmo que impide cualquier relación desinteresada y honesta. Ni siquiera la familia, baluarte tradicional de cierta solidaridad interpersonal y garante de unos mínimos afectivos, aparece aquí como refugio contra una inclemencia emocional que no respeta nada. La generación de los padres está tan absorbida por la necesidad de bienestar material que solo concibe a los hijos en términos de productos imperfectos fuente de problemas de todo tipo. La generación de los hijos, sin referentes afectivos, morales o intelectuales, vaga en estado zombie acarreando su propio malestar y el de sus progenitores. Los abuelos que aparecen en el film parecen estar todos limitándose a aguardar pacentemente por el final, con ese desprendimiento nihilista característico de las religiones orientales. La otra capa es la política. En los doscientos cuarenta minutos del metraje no hay la más mínima alusión a las condiciones estructurales en las que los protagonistas desarrollan sus vidas. Esta elisión, este agujero negro más bien, no es casual. La censura china probablemente habría impedido la circulación de un film como este si en su interior se albergara algún tipo de consigna apuntando a esa superestrutura -comunista nominalmente, hipercapitalista de facto- totalitaria y controladora de la vida cotidiana. La ausencia de cualquier referencia hace que este vacío se convierta en una cuestión nuclear. La maldad colectiva hacia la cual apunta la dimensión moral de la película no se entiende sin su soporte político, sin esa esfera que legitima el afán de lucro como único motor posible de la existencia y las relaciones contractuales como las únicas válidas. Todo lo que vemos en el film hunde sus raíces en un problema de envergadura mucho mayor que lo que se expresa en las imágenes y que tiene poco que ver con los caracteres personales y mucho con las condiciones de posibilidad para el desarrollo de estos. Eso no impide que, en ese plano moral, haya un margen pequeño pero importante para la decisión individual, para el gesto personal que, sin saberlo, puede cuestionar toda realidad circundante. Los cuatro protagonistas, enfermos y despojados de cualquier posibilidad afectiva o relacional, pese a todo aún protagonizan acciones con un mínimo sentido ético, y ese sentido, derivado de su desesperación, da lugar a un acto absurdo de rebelión. Un acto que pretende reventar la lógica del sistema en el cual están atrapados. Un acto que podríamos llamar heroico si tal cosa tuviera cabida de alguna manera en este estado de cosas.

En el plano estrictamente visual el elemento más poderoso, sin duda, es ese conjunto de planos secuencia larguísimos en los que, como dijimos al principio, nos pegamos a las espaldas de los protagonistas, los observamos frontalmente durante caminatas interminables y, con frecuencia, terminamos contemplándolos casi siempre de perfil o de espaldas. En ese frenesí de baja intensidad que supone acompañarlos cámara en mano durante el noventa por ciento del metraje, se nos dan de forma esporádica pequeños tiempos muertos para detenernos y simplemente mirar para esos rostros atravesados por la decepción, el dolor o la tristeza. Decía el escritor de novela negra Elmer Mendoza que «la tristeza siempre es devastadora y nos convierte en jinetes sin cabeza», y esa sensación es exactamente la que transmiten esos deambulares de los personajes por las calles de la ciudad. Junto a los planos secuencia que dotan de ritmo e intensidad a todo el metraje y que nos fascinan también por su virtuosismo técnico, experimentamos un malestar de orden visual destilado por la paleta cromática que impregna los fotogramas. Los blancos son nucleares, queman y duelen, los azules son una niebla que traslada incomunicación y aislamiento emocional, los verdes funcionan como un velo que separa a las personas impidiendo que sus cuerpos se acerquen. Hay una construcción estilizada y calculada, una puesta en escena sofisticada, que transmite con eficacia una idea de naturalidad que linda con el documental. Esta acumulación de recursos consigue que, como espectadores, nos sintamos atrapados en la telaraña asfixiante de estas vidas. El mundo ruinoso en el que habitan los protagonistas resuena con nuestra experiencia y nos produce el vértigo de lo posible. Quizás para nosotros, espectadores occidentales que observamos como los mecanismos de proteción del estado y las redes de relaciones afectivas van cayendo lentamente, esta película sea una postal procedente de un futuro probable. Y esta idea es tan terrible que nos deja noqueados moral y emocionalmente.

La película termina con los que, posiblemente, sean los tres minutos más hermosos y emocionantes del cine contemporáneo. Visualmente la cámara toma, por primera vez, una distancia respetuosa, nos deja respirar un poco alejándonos del grupo humano con el que llevamos compartido tormento durante casi cuatro horas. Y de pronto sucede un milagro imprevisto. El homo economicus se hace a un lado y entra en escena el homo ludens. Y, en ese cambio, vislumbramos la posibilidad de otra cosa. En el minuto final el centrifugado de malestar y desesperación se retira y queda, ante nosotros, una evidencia de que las cosas pueden ser de otra manera, de que la propia humanidad admite una modulación diferente. El gesto, mínimo en su planteamento, es una llamada a superar un estado de cosas que es simplemente insoportable por una vía inesperada. Hu Bo nos asoma a una idea de humanidad que parte de sus rasgos más elementales, en una imagen que es puro símbolo, pura potencia transformadora. Con esto, de alguna manera, está dando un interludio de paz a sus atribulados personajes, a esos seres dañados y al borde del abismo con los que compartimos fragilidad e incertidumbre.

Terminado el film nos acordamos así, de los versos de Eliot, de la respuesta del trueno y de la sílaba con la que contesta Vishnu, ese DA que es «Damyata, Dayadhvam, Datta». Generosidad, Compasión, Control (de los sentidos). Anudando lo moral y lo político, lo personal y lo colectivo, Hu Bo cierra su prodigio cinematográfico con una apuesta inesperada pero plena de sentido. El mundo es un terreno baldío. Quizás sí, pero existe una pequeña posibilidad de que sea otra cosa, de que la humanidad sea de otra manera. Acerquémonos a observar al elefante que permanece sentado. Posiblemente por el camino encontremos la forma de empezar a hacer que todo funcione de otra manera. Después de todo, ¿que hay más humano que la persecución de algo completamente absurdo empleando métodos totalmente ilógicos?

Border, la transición como identidad

Una película puede ser un dispositivo codificado de acuerdo a reglas estrictas sobre su guión y su puesta en escena que la ubican en eso que se llama un “género”. También puede ser un acto de libertad sin control que dice cosas que sus autores no planearon de forma intencionada. El cine que te cambia la vida con frecuencia se ajusta a la segunda categoría, mientras que aquel que uno disfruta -a veces culposamente- sin aparente incidencia en el propio mundo íntimo, acostumbra a encajar en la primera. Un film puede ser fiel a las reglas de un género particular, transitar con frescura entre varios o incluso manifestar un total rechazo a cualquier adscripción existente: la ligazón entre estas eleccións y su potencia afectiva e intelectual acostumbran a ir en paralelo. De alguna forma, en estos binarismos intuimos la vieja pugna entre cultura y entretenimiento: la primera debería hacer temblar nuestros referentes en el nivel ideológico y sentimental, el segundo reafirma nuestros impulsos más elementales, cementando exitosamente las diversas capas de nuestra estructura psíquica, emocional e intelectual, especialmente aquellas de las que somos menos conscientes. Todo lo que incomode los mecanismos de nuestra percepción, todo lo que nos haga sentirnos extraños o ajenos en la recepción de un producto cultural podemos estar seguros de que está cumpliendo con su objetivo. La complacencia refuerza nuestra burbuja ideológica-cognitiva, ese orgullo bruto de ser-uno-mismo sin descanso.

Border, el artefacto construido por el director sueco Ali Abbasi, es un caso peculiar de film a caballo de muchas cosas. Su carácter de película “de género(s)” no impide que ella misma discuta esta categorización de forma sostenida. El film, en un hermoso y complejo ejercicio metacinematográfico, se revela sometido la reglas análogas a las que rigen en su interior para su protagonista. Pero vayamos por partes.

Tina, agente de aduanas en la frontera sueca, es una trabajadora ejemplar capaz de olfatear estados de ánimo tales como la culpa o el miedo. Su oficio se desarrolla en un túnel por el que los extranjeros acceden a su país y en el cual ella actúa detectando a pequeños y grandes delincuentes de todo tipo que tratan de introducir bien mercancías ilegales, bien mercancías legales de forma irregular. Lo primero que nos llama la atención es el físico de esta agente de la ley. Una cara tosca en un sentido extraño -tremendo el trabajo prostético para voltar irreconocible de forma convincente a la actriz Eva Melander- que va más allá de lo que podemos calificar simplistamente como “fealdad”. Tina tiene un punto que remite más bien la una cierta animalidad esencial, a una forma de salvajismo natural que se completa con su capacidad para sentir las emociones ajenas y para tener una conexión íntima con la naturaleza en la que vive sumergida fuera de su trabajo. Tina, que destaca por la brutalidad de sus rasgos, es especialmente sensible a todo lo que está vivo, y lleva a la practica en su devenir vital un sentido de la ética muy poco común. En este punto, la película rompe con ese código cultural con el que llevamos cargando desde hace siglos: la vieja identificación kantiana entre lo bello, lo bueno y lo verdadero. Tina no es bella -no por lo menos en el sentido canónico occidental-, pero es buena, y, sobre todo, su existencia parece dotada de una verdad difícil de explicar pero fácil de captar.

Observamos, por lo tanto, en los primeros acompases de la película, a un personaje que actúa de guardia entre los dos lados de una frontera. Que trabaja en la ciudad pero que tiene su vivienda en lo profundo de un bosque sacado de algún cuento clásico o de alguna narración mitológica nórdica. Una protagonista que encarna vigorosamente una idea fuerte del Bien -con mayúsculas- en un cuerpo que en la mayoría de las películas estaría asignado como depositario del Mal -también con mayúsculas-.

El film arranca casi en clave costumbrista-naturalista, deteniéndose en largos planos fijos para enmarcar la cotidianeidad de la protagonista, su entorno físico, su desplazamiento continuado entre la existencia “civilizada” y la vida en su cabaña del bosque. Lentamente, este enfoque va abriendo camino a una trama policial clásica relacionada con las peculiares capacidades de la protagonista: hay aquí un tránsito entre géneros llevado con sutileza, un fluir en el cual no percibimos los quejidos de lo impostado ni el sonido de la falsedad cinematográfica cuando esta irrumpe en la pantalla del cine. También, en medio en este decurso lento, aparece una segunda figura, en este caso un hombre, Vore, (Eero Milonof, igual de irreconocible gracias a otro trabajo excepcional de prostética y maquillaje), que guarda un parecido considerable con Tina a nivel morfológico: sus rasgos son también animales, su presencia física remite la un algo inquietante a un nivel esencial, a esa sensación, intuimos, que habría tenido un Homo Sapiens frente a un Neandertal en algún momento hace cientos de miles de años. Vore es -aparentemente- la figura contraria a Tina: un aura de malignidad parece rondar su cuerpo, un aura asociada a un saber del que Tina carece y a una voluntad feroz de llevar adelante los propios deseos e incluso de hacer el mal. Aquí, como en el relato bíblico del Génesis, el conocimiento es el delito. Vore sabe cosas sobre sí mismo y sobre Tina, le lleva décadas de ventaja en su experiencia vital y se servirá de ésto para hacer que ella se acerque a él.

A partir de la entrada de Vore en escena la película comienza a acumular acontecimientos manteniendo, sin embargo, sus coordenadas iniciales. Los planos de los bosques y de la vida que se aloja en ellos siguen definiendo un estado de conexión básica con la naturaleza que los dos protagonistas compartirán intensamente. Esta comunión entre Tina, Vore y todo aquello que forma parte de su bosque es recogido visualmente enfatizando los verdes y los ocres, creando una vigorosa sensación de intimidad y domesticidad en cada plano que se desarrolla en el entorno natural. Frente a ésto el director nos muestra los interiores de las casas y de los lugares “civilizados” cómo lugares desolados. Estos se presentan bañados en luces que bordean lo espectral. Las tonalidades azules y grises que impregnan estos espacios transmiten distanciamento, frialdad e incluso un aislamiento emocional considerable. Tina, que es buena, que es de verdad, está sola en un sentido casi cósmico hasta que aparece Vore en su vida, y nosotros, como espectadores, no somos quien de entenderlo bien más allá de sus peculiaridades físicas comunes. Hay algo en la existencia de Tina que está desencajado, que se encuentra fuera de su sitio y que va produciendo una creciente sensación de incomodidad.

La figura de Vore actuará como detonante dramático en la segunda mitad de la película. Tras la presentación inicial, varios cambios de calado irán teniendo lugar. En una especie de carrusel frenético rodado a cámara lenta, la idea de “transición” lo impregnará todo: el nivel argumental, el nivel visual e incluso el comentario metacinematográfico. Los protagonistas serán objeto de transformaciones análogas a las que sufre el relato, en una espiral incontrolable de escenas que van sacudiendo todos los tópicos posibles que conocemos: desde la idea del amor romántico hasta la mística del encuentro sexual apasionado o los conceptos de paternidad/maternidad. “Border” juega con los géneros en todos los sentidos posibles de la palabra y va acumulando golpe tras golpe dejándonos en varios momentos confundidos y sin palabras para tratar de explicar el sentido de lo que estamos contemplando.

En su parte final la película recoge todos los hilos que fueron desenvolviéndose en la pantalla. El recorrido personal y la transformación íntima de Tina se expanden desde la esfera de lo doméstico y lo íntimo -la relación enferma con su padre, su propia sexualidad- al ámbito laboral. La trama policial, que comienza siendo secundaria y termina por adquirir una importancia considerable en el nivel del mundo relacional de Tina, se cierra con elegancia -si tal cosa es posible dada la temática alrededor de la que gira. El personaje de Vore consigue también unas connotaciones singulares, mezclando un extraño sentido del deber con una tendencia inevitable -¿natural?- al mal.

Así, Tina, que siempre se pensó como una extraña en el mundo que habitaba -algo así como un cabo suelto en la historia de la humanidad-, acaba por encontrar en Vore, personaje antagónico a ella, un igual inesperado que va a influir dramaticamente sobre ella. En cantidad suficiente para sacudirla y hacer que se cuestione su identidad pero no tanto como para cambiar los pilares más sólidos de su existencia. El camino del autoconocimiento, parece decirnos Ali Abbas, siempre nos lleva la algún sitio inesperado en el que no contábamos con encontrarnos. Incluso, en ese viaje, es posible que a base de mudar nuestro concepto sobre casi todo lo que somos acabemos encontrando una idea de nosotros mismos en la que sentirnos a gusto. Todo el film es, en definitiva, el relato de una identidad sólida pero inestable y de sus mutaciones. Una inestabilidad que se expresa también en la propia forma de la película a través de las contaminaciones entre géneros y las combinaciones de códigos aparentemente incompatibles.

El otro gran protagonista del film, aparte de Tina y Vor, es el bosque que da cobijo a su historia. La expresión de la naturaleza en un estado casi monumental que abre y cierra el metraje y que actúa como telón de fondo y como catalizador de las escenas más impactantes y de las más hermosas. El bosque, escenario de un fluir básico que conecta vida y muerte armónicamente, parece estar mirando a los protagonistas continuamente, imperturbable, y, al tiempo, erigiéndose como guardián de un misterio que no es otro que el propio secreto de la existencia. El bosque, escenario de cuentos clásicos de terror para niños y fuente de infinidad de leyendas que configuran nuestro substrato cultural. El bosque, que despierta nuestros miedos más primarios y que alimenta nuestras fantasías y nuestra imaginación. El bosque, en definitiva, que alberga lo que es bello, lo que es bueno y lo que es verdadero. No necesariamente como sinónimos, pero tampoco como figuras contrarias, sino como piezas de un ajedrez cósmico que no entendemos más que parcialmente. Mientras haya bosques, está diciéndonos Border en voz baja, habrá sitio para los cuentos, para las criaturas mitológicas, e incluso para las bestias más terribles. Nosotros habríamos llamado así a este hermoso film: “mientras haya bosques”.

The Rider, elogiemos ahora a hombres ya-no-famosos

En una charla que tuvo lugar en Vigo en 2016, en la frustrada escuela de audiovisuales 35.ESAV, el cineasta Oliver Laxe expuso, entre otras claves de su concepción del cine, la idea de la sumisión soberana. Este término, acuñado por el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer -muerto ahorcado por los nazis por intentar asesinar a Adolf Hitler-, viene a referirse, en palabras del poeta Alejandro Simón Partal, “no a la sumisión que acarrea pérdida de dignidad, sino a la de abandonarse a lo que venga, la que supone la aceptación de nuestras limitaciones y de nuestra insignificancia ante la naturaleza, y ante Dios”. The Rider, película que transcurre íntegramente en el territorio de las grandes llanuras del estado de Dakota del Sur, es una reflexión acerca de esta idea de raíz religiosa, tan próxima a las culturas orientales en su concepción de la existencia, en clave de neowestern y no ficción.

 

La directora, Chloé Zhao, de origen chino, conoció al cowboy protagonista del film -Brady Jandreau- mientras rodaba su película anterior, Songs My Brothers Taught Me (2015) y fue testigo del accidente que funciona como detonante dramático de todo el film. Cambiando los apellidos de éste y los de su familia -por Blackburn- inició un rodaje que transcurrió en paralelo con la evolución de Brady, desarrollando una mezcla siempre en el límite de lo éticamente aceptable entre la ficción y la no ficción. Así, la cámara entra en la intimidad del grupo humano que forman Brady, su padre viudo, ludópata y semialcohólico, su hermana autista y sus amigos, cowboys dedicados a los rodeos y la doma de caballos. En esta operación bordea a veces la explotación morbosa de la degradación del cuerpo así como el retrato sentimental de la enfermedad. En concreto, las escenas con la hermana autista y también con su amigo con daño neurológico Lane Scott en el hospital en el que está en rehabilitación dan testimonio de ello. Sin embargo, lo que encontramos tras la capacidad de la cámara de Chloé para incomodarnos, es un atrevimiento y una inteligencia capaces de sostener esta apuesta permanentemente al límite sin que todo salte por los aires en una ola de cursilería y pornografía emocional.

 

La película arranca con el protagonista soñando con un caballo. Un primer plano de la cabeza de este, de su mirada, será tropo recurrente durante todo el metraje. Los primeros planos de humanos y caballos serán constantes y funcionarán como dípticos simétricos sobre las existencias paralelas de unos y otros. Los caballos, domados y puestos al servicio de los humanos, miran hacia ellos, atrapados en las llanuras interminables de Dakota del Sur, sujetos a su vez a un territorio cuya principal barrera física es su extensión. El infinito como fuente de angustia, el territorio inacabable como cárcel de la que no es posible huir. La película plantea, así, en su dimensión estética, una especie de interrogante existencial de índole casi metafísica: ¿qué diferencia a los habitantes de este territorio de los animales que tienen a su servicio? ¿Cuál es la condición de cada uno de ellos?

 

Brady nos muestra en un espejo las grapas que lleva en el cráneo sujetando la placa metálica que reemplaza el hueso fracturado en una caída compitiendo en un rodeo. Habrá varias escenas de este tipo, con la cámara a sus espaldas, contemplando la herida y el rostro del protagonista al mismo tiempo, un desdoblamiento que expresa la extrañeza de Brady ante sí mismo y que funciona como recordatorio de cuanto nos sentimos ajenos a nuestro propio cuerpo cuando este se fractura. Brady mira y no se reconoce de todo. Su conciencia de sí no está lista para esta versión dañada de sí mismo. Frente a esto, cuando su caballo Apolo arruine una de sus patas en un alambre de espino, la cámara enfrentará la mirada serena del caballo, la unidad existencial que es el animal frente a la naturaleza escindida del ser humano. El caballo como epítome de una naturaleza que es totalidad siempre y unos humanos que son fragmentos irrecomponibles, conjuntos de escombros disarmónicos. ¿Qué hacer pues, con esta fractura que nos constituye y que amenaza con la desintegración total cuando el cuerpo queda arruinado? ¿Dónde va a ir Brady con ese cuerpo quebrado que ya no es “él”?

 

Un vistazo rápido a la casa de los Jandreau así como al entorno inmediato sirve para contextualizar el estrato socio-económico en el cual se desarrolla su vida, más próximo a la exclusión social que a la precariedad que caracteriza la existencia en la mayoría de las zonas rurales del planeta. La anomia que recorre las relaciones sociales del grupo habla, también, de un fracaso en la organización política del territorio y de un grado cero del nivel social de la existencia en el cual no hay ni asideros ni enganches más allá de los lazos familiares básicos y de las relaciones mínimas en el trabajo. Los protagonistas viven en un territorio desolado no solo en el plano físico y mismo paisajístico, sino también en el plano social, ajenos a cualquier posibilidad de sentimiento de pertenencia comunitaria o de agregación humana de alguna clase. Brady, quebrado su cuerpo de hombre joven y blanco, descubre que, fuera de la carretera hacia el éxito que estaba siguiendo como ganador de rodeos, solo hay un vacío desolado y frío: el que corresponde con su individualidad en la que tantas esperanzas había depositado para salir del agujero material en el que desarrollaba su existencia. Sin embargo, entre toda esta desolación -maravillosamente estilizada- que muestra Zhao, vislumbramos relaciones humanas mínimamente dignas de tal nombre. Los colegas de Brady, veinteañeros aspirantes a campeones de los rodeos, siguen a su lado en plena convalecencia. Su hermana autista capaz de entregarle una forma faérica de amor, una especie de afecto angelical casi no humano que encuentra su expresión en las conversaciones elípticas que mantienen ambos de vez en cuando. El excampeón de cabalgada de toros salvajes Lane Scott, en proceso de rehabilitación en un centro para enfermos con daño neurológico le ofrece algo único a Brady: la posibilidad de cuidar de alguien de forma total y de ser el acompañante de una versión definitivamente arruinada de sí mismo. Finalmente, el padre de Brady, pese al escapismo al que se entrega entre tragaperras y alcohol, ofrece una paternidad enferma y sin duda defectuosa pero genuina que, bajo cierta capa de sarcasmo y distancia, oculta una preocupación sincera por la vida del hijo accidentado.

 

Sin embargo, a pesar de este conjunto de afectos humanos que marcan la vida de Brady, sus relaciones más verdaderas serán las que mantenga con los caballos. Primero en el trato con Gus, el caballo de la familia de toda la vida, y más tarde con Apolo, el caballo salvaje de un amigo de su padre, asistimos a la dimensión de la vida del protagonista en la cual éste es realmente excelente: el cuidado de estos animales. Las escenas en las cuales Brady se comunica literalmente con ellos gracias a un método basado en la paciencia y la calma nos conmueven por la ausencia de artificio o sentimentalismo. El formalismo documental de estas partes de la película dota de significado e ilumina la vida de Brady haciéndonos entender cuál es la vida verdadera que debería estar llevando más allá de los sueños de gloria y fama. Esto, evidente para el espectador, no lo es tanto para el protagonista, al que vemos planteándose continuamente su vuelta a los shows. Es en estas escenas cuando entendemos sin palabras esa idea de la sumisión soberana, ese dejarse llevar por el flujo de la vida aparcando toda la parafernalia retórica relativa a “luchar por los sueños”, “perseguir lo que deseas” y “ser uno mismo” que ha contaminado nuestras existencias con la excusa de vendernos cualquier tontería. Pero a medida que avanza el metraje se nos muestra que la salud de Brady ni siquiera le va a dar para ésto. La salida que adivinamos para este cowboy expulsado de su mundo no va a ser sencilla, pero probablemente sí satisfactoria, y está relacionada con la paciencia, la delicadeza y la entrega que pone en el cuidado de su amigo Lane.

 

The Rider recuerda visualmente de vez en cuando a esos directores que la directora reconoce como influencias directas -Wong Kar-Wai, Terrence Malick o Werner Herzog-, pero temáticamente podría entroncar con un John Ford en el cual la épica estuviera ausente y su lugar estuviera ocupado por la descripción del drama sordo de la supervivencia, así como con una Kelly Reichardt que le hubiera dado amplitud temática a alguna de sus historias mínimas sobre los habitantes de los márgenes. Los paisajes de Dakota del Sur retratados por un extraordinario Joshua James Richards teñidos de ocres, naranjas y azules amenazan con devorar a sus moradores, funcionando como prisiones inmensas o como territorios de una libertad intermitente y fragmentaria. Zhao, obsesiva con la sensación de asfixia que envuelve todo el rato a los protagonistas, retrata esta angustia existencial de dos formas: mediante primeros planos cerradísimos en los cuáles los ojos de Brady y los suyos reflejan los incendios que dominan sus vidas, o bien mediante planos generales en los cuales las figuras humanas, colocadas en el centro de la pantalla, revelan una insignificancia fundamental y una especie de no control del propio destino que articula toda la desolación que tiñe el metraje del film. Junto a estos recursos, encontramos el gusto de raíz bressoniana por retratar las manos del protagonista o algunos manierismos procedentes del cine independiente americano, desde la posición de la cámara a espaldas del protagonista siguiéndolo mientras este camina por las praderas, los subrayados musicales atmosféricos, o los desenfoques de los campos con las plantas del primer plano agitándose con el viento.

 

En los minutos finales del metraje Brady hará una aparente apuesta a todo o nada. El (supuesto) deseo de autorealización individual frente a la sumisión soberana y la aceptación de aquello en que su vida terminó por ser. En este punto Zhao condensa sus recursos expresivos al máximo. La cámara hace un recuento de todo lo que es la vida de Brady, como poniéndolo encima de una mesa de ruleta para centrarse, una vez más, en sus manos y en sus ojos. En la mirada última de Brady vislumbramos algo parecido a la serenidad que vimos antes en los caballos que fueron puntuando la historia. Como si el protagonista hubiera encontrado su sitio en un lugar inesperado, como se los fragmentos que lo habían compuesto de pronto encontraran la forma de encajar correctamente, el hombre dañado toma una decisión que lo reconcilia consigo mismo. Un gesto que aglutina todo el proceso vivido, que le de la sentido a lo narrado, y que cierra la película despojando de retórica triunfalista o de afirmación hiperindividualista la voluntad de Brady.

 

The Rider muestra como en ese territorio borroso que llaman “no ficción” crecen historias con capacidad para perturbarnos a partir de la mezcla de recursos de la ficción y de recursos del documental. En este caso, dos decisiones de la directora funcionan en este sentido: por una parte esa cámara que va hasta la cocina de la cotidianeidad de un enfermo de daño neurológico; por otra el papel semiprotagonista de una niña autista que parece funcionar sin guión. Ambas forman un cóctel complicado de manejar. Las escenas en las que estos personajes comparten plano con Brady ponen a prueba nuestra forma de mirar una película, obligándonos a posicionarnos con respeto a la eticidad de un gesto que roza los enfoques morbosos de los programas seudodocumentales que proliferan en las televisiones generalistas. Sin embargo, al no haber gratuidad en estas escenas, al estar al servicio de la historia que se está desarrollando nuestros recelos van disolviéndose poco a poco -o permaneciendo en el segundo plano que reservamos para discutir con nosotros mismos-. El resultado final de esta audacia estructural derivada de la apuesta no-ficcional es un film decididamente luminoso a pesar de los materiales humanos casi de derribo que lo componen. Una elegía no miserabilista a los derrotados de la tierra y a la capacidad para mantenerse en pie a pesar de la dureza de las condiciones de vida. Un canto, en fin, a una cierta actitud ante la vida, ante los otros y ante uno mismo que se resume en la expresión con la que abríamos al principio esta reseña, esa servidumbre soberana que plantea una resistencia casi íntima a un estado de cosas simplemente insoportable.

Visages, Villages, la dimensión épica de la vida cotidiana

En una foto reciente de su Instagram (del 13 de mayo de 2018) vemos a Agnès Varda compartiendo plano con las actrices Ava DuVernay, Cate Blanchett y Deborah François en el festival de Cannes. Mentras las res tres sonríen de frente a la cámara con la naturalidad que da la práctica, la mirada de Varda está clavada en algún punto del fuera de campo de la imagen. La acción, parece, no está frente al objetivo que las está fotografiando, sino en algún otro lugar que parece reclamar su atención. Hay algo en este gesto que define la personalidad de la directora belga, ese mirar hacia algo que nadie más está mirando, esa sensación de búsqueda permanente que desprende su expresión. En el texto que acompaña a la entrada de instagram podemos leer una afirmación que habla de su inserción en la contemporaneidad: «Ava DuVernay, Cate Blanchett, Deborah François and me on the red carpet stairs @festivaldecannes – among the 82 women climbing the steps and speaking up for parity and transparency in the cinema world».

 

La llamada «abuela de la nouvelle vague» (noventa años en 2018) unió esfuerzos durante 2016 con el artista urbano jr (iniciales de Jean Renè) para dar salida a una inquietud compartida: dar visibilidad a la gente «normal», a los habitantes anónimos que habitan las villas de una Francia que en nuestro imaginario acostumbra a aparecer reducida a un puñado de tópicos sobre Paris y la Costa Azul. Lejos de esa feria de vanidades que son respectivamente las alfombras rojas de los grandes festivales cinematográficos y las campañas publicitarias, Varda y jr se echaron a las carreteras secundarias de su país para poner la mirada en algunos componentes de esa multitud que no sale en las portadas de las revistas, que no tiene cientos de miles de likes en sus redes sociales, que no protagonizan campañas de publicidad ni son carne de las legiones de paparazzi globales.

 

La película abre con el encuentro entre los dos, una simbólica reunión en la calle Daguerre (recordemos que tanto jr como Agnès son fotógrafos desde que ambos tienen recuerdo de su trayectoria artística), donde ella vive. El rodaje de esta reunión dictará las reglas de su vagar por la Francia menos conocida y las de la propia película: moverse al tuntún subidos a la furgoneta-fotomatón de jr para ir tomando instantáneas de la gente que se crucen en el camino y después imprimirlas a tamaño gigante para pegarlas en las fachada de sus villas, de sus casas o de sus lugares de trabajo. Por el medio, el registro del proceso de realización recogido a partir de secuencias de ambos haciendo trabajos de localización (tanto de lugares como de personas) así como los diálogos entre ambos a propósito del propio proceso. Algunos planos de los dos, de espaldas la pantalla, conversando sobre la intervención realizada, habitualmente al final del día, completan el andamiaje principal de esta especie de documental.

 

Sin embargo, la estructura aparentemente improvisada, el vagar aleatorio y los encuentros espontáneos no pueden ocultar cierto (considerable) trabajo de planificación que asoma de vez en cuando. La película arranca -con muchísima gracia- con el foco puesto en las conversaciones entre los dos directores, los cuales, separados por cincuenta años de diferencia, se encuentran unidos por una fuerte afinidad en términos artísticos. Este foco enseguida se traslada a las villas que recorren y de ahí las personas que van eligiendo para su proyecto. Siendo ciudadanos anónimos, siempre hay en ellos un algo que marca una diferencia digna de ser destacada. La primera de las protagonistas, una mujer que es la última habitante de un barrio de trabajadores de la minería a punto de ser demolido, se emociona al salir de su casa y encontrar su imagen en tamaño gigante sobre la fachada de su hogar. Esta escena, que tiene lugar a los pocos minutos de arrancar la película, es la primera de varias sacudidas emocionales que el documental nos tiene reservadas. Lo interesante de estos puñetazos es su mecanismo de acción: a partir de una atmósfera en la que la memoria particular y la colectiva vienen de entrelazarse a través de conversaciones a tres -a menudo gracias a las viejas fotografías que guardan los protagonistas de las intervenciones-, asistimos al asombro de ver las imágenes de esos protagonistas anónimos ampliadas y expuestas en el espacio público. Y este salto de la representación de uno mismo del espacio de lo íntimo-privado al de lo social-público funciona de manera diferente en cada una de las personas fotografiadas. Sobre el atravesamiento de esa grieta y sobre la reacción que produce gravita el film, haciéndonos reflexionar sobre como convivimos con las imágenes de nosotros mismos y lo que significan en función de sus dimensiones físicas y del contexto en el que son visionadas.

 

Así, entre las reflexiones, las risas y los comentarios de los directores-protagonistas y las reacciones de los fotografiados-coprotagonistas, va transcurriendo un metraje que bajo su apariencia costumbrista abre líneas de fuga mostrándonos a un puñado de habitantes de la Francia rural, obrera, industrial o portuaria que de pronto se ven a sí mismos desde un ángulo diferente. Esta nueva mirada explota el sentido del espectáculo ligado las dimensiones de sus fotografías para pensarse en una clave diferente a la habitual, intuyendo que el protagonismo real en los imaginarios de la vida en común no deberían ser los rostros que anuncian toda clase de productos en las vallas publicitarias.

 

En paralelo a la exhibición de esta galería de personajes -una camarera, un granjero que se ocupa él sólo de 800 Ha de terreno, un pastor industrial y otro algo más artesanal, un outsider de setenta y cinco años, los trabajadores de una fábrica de ácido clorhídrico, las mujeres de tres estibadores- la película va abriéndose en otras dos direcciones. La primera es la indagación en la memoria personal de Agnès y de jr. Detalles biográficos de ambos van salpicando el metraje, ligando vida y obra pausadamente. En el caso de ella, además, va tomando especial importancia la emergencia paulatina de la figura de Jean Luc Godard -amigo suyo desde los años cincuenta del siglo XX- hasta cobrar la dimensión de personaje central del documental. La segunda dirección tiene que ver con las propias reflexiones de Agnès referidas a su edad y a la posibilidad de que este sea su último rodaje. Así, la luminosidad inicial, la vitalidad que destila la primera mitad del metraje, va oscureciéndose poco a poco, produciéndose un giro desde lo exterior-público a lo interior-personal que hace el camino inverso al de los protagonistas de las fotografías gigantes. El foco, a partir de esta segunda mitad va desplazándose hacia las reflexiones de Agnès -teñidas de una nostalgia oceánica- alrededor de sus amigos, de su difunto marido (Jacques Demy, muerto en 1990, con quien estuvo casada ventiocho años) o de su propia trayectoria artística.

 

Una capa más se añade la película cuando Agnès y jr hablan de la enfermedad de la vista que padece ella. Una especie de pérdida de la visión en primer plano que hace que los objetos situados a corta distancia se vean borrosos y que las letras estén como bailando. Hay, en esta descripción de lo terrible que es para alguien dedicado al cine y la fotografía estar perdiendo el sentido de la vista, un cierto elemento tragicómico que aporta ligereza y gravedad simultaneamente, que introduce inesperadas corrientes de aire fresco empleando los elementos formales de la película para salirse de ella con especial gracia.

 

Quizás uno de los aspectos que más llama la atención del film es el contrapunto que suponen las miradas de Varda y jr respectivamente. Mientras la primera apunta a todo aquello que acostumbra a quedar en las márgenes de los discursos audiovisuales hegemónicos (desde el respeto y la honestidad), el segundo emplea con gusto la retórica de lo espectacular para redimensionar los objetos de su mirar. Nuestra posición como espectadores sintoniza con el punto de vista de Agnès y mantiene una postura de sospecha hacia esa espectacularización que lleva a cabo jr. Sin embargo, la combinación de las dos miradas genera un efecto estimulante, apelando la una cierta puesta en escea de marcado carácter lúdico -que sirve para esquivar los peligros de la grandilocuencia asociados a la magnificación de las imágenes- así como a un foco centrado en todo lo que es invisible para la mirada contemporánea estándar. El antagonismo inherente a las posiciones de ambos se supera por la vía de una especie de juego con la materia visual en el cual la magnificación de lo pequeño que se está a observar no sufre el vaciamiento propio de los procesos de espectacularización estéticos. Al contrario, una inesperada dimensión ética emerge en este método de trabajo -a priori sospechoso de conducir lo que se está a mirar por el camino de la banalidad-, al dar una visibilidad colectiva a ciertos aspectos de lo íntimo-personal, que remiten a la épica de la supervivencia cotidiana y a la existencia de innumerable islotes de resistencia en este mundo de imágenes homogéneas y vacías que están exclusivamente al servicio del consumo.

 

Nos gusta mucho esta obra. Es ligera y profunda al tiempo y nos pone al borde de la lágrima de vez en cuando sin precisar de manipularnos emocionalmente para ello. Revisa las relaciones entre memoria colectiva y personal apelando a los recuerdos de las personas anónimas y a las vivencias de los artistas consagrados, da cuenta de las posibilidades del arte y de la cultura para generar lazos colectivos empleando los mecanismos que habitualmente sirven para potenciar el narcisismo autista en el que estamos sumergidos y hace uso tanto de la espontaneidad como del artificio teatralizado para darle pulso al relato. También transmite una alegría de vivir que incluye la aceptación temerosa de la finitud, nos muestra pinceladas de un país europeo que creemos conocer pero del que no sabemos nada y cuenta la historia de una amistad singular entre personas separadas por un abismo generacional pero unidas por su pasión creadora alrededor de la imagen. Cuando termina salimos sintiendo esas alas en los pies que ciertas películas nos instalan temporalmente, esas mismas que nos hacen caminar con la cabeza más lejos del suelo de lo que es habitual.

Frozen Time: Dawson City, Sobre la Memoria, el Archivo y el Olvido

“[…] we have early cinema. You can’t say we have early literature, or early painting. From that, I became interested in first how is primitive man depicted in primitive cinema, and the idea is that we’ve grown with cinema, we’ve changed with cinema, and cinema has changed us.”
Bill Morrison
(Entrevista aparecida en thefilmstage.com el 30 de enero de 2018)

 

 

Introducción: acerca del nacimiento del soporte material del cine
“Celuloide” es una de las marcas bajo las que comenzó a comercializarse el nitrato de celulosa allá por los años cincuenta del siglo XIX. Esta sustancia desciende directamente de la Parkesina, el primer plástico de la historia. El celuloide, por su capacidad para formar rollos y así poder almacenar muchos metros de película en poco espacio, fue el soporte elegido por la industria cinematográfica y fotográfica como base material de las emulsiones fotosensibles desarrolladas a finales del siglo XIX y principios del XX. Su principal inconveniente era su elevada inflamabilidad, motivo por el cual fue reemplazado cerca de 1950 de forma masiva por el acetato. Como sucedió con otros productos culturales, el soporte terminó por dar nombre al objeto: “film” se refiere al material sobre el que se aplica la emulsión fotosensible, siendo el “celuloide” la primera marca comercial de tal soporte. “Película”, la palabra habitual en gallego o castellano, se refiere a la propia emulsión. Cuando vamos a ver una “película” o “film” hablamos no de ese soporte, sino de las imágenes que, antaño, se ponían en movimiento gracias a los elementos electromecánicos agrupados en los proyectores. Aún hoy, en plena desaparición de todo lo que sea químico o mecánico, en el universo de las imágenes en movimiento, seguimos hablando de “films” y de “películas” a pesar de la competencia con términos como “audiovisuales”. Por “cine”, abreviatura del proyector responsable de la magia, seguimos refiriéndonos a un lugar, aquel en el que acontece la proyección. Este conjunto de metonimias y de abusos del lenguaje configura el campo semántico que llamamos “cine” desde sus orígenes. La sustancia que dio origen a la industria de los plásticos, y que sirvió de base al nacimiento de explosivos como la dinamita, es la responsable directa del almacenaje de las ficciones y documentales rodados entre finales del siglo XIX y principio del XX. Cine, plásticos, explosivos, memoria e imaginación, aparecen ligadas alrededor de este material.

 

 

Introducción (II): la fiebre del oro, el Klondike y el amanecer del capitalismo moderno
Entre 1896 y 1899 tuvo lugar en la región de Klondike, Alaska, una de las cincuenta y dos fiebres del oro que acontecieron durante el siglo XIX en Estados Unidos y Canadá. Cien mil buscadores salidos de Seattle y San Francisco se lanzaron en la búsqueda de más yacimientos como los encontrados por George Carmack y Jim Skooku en el área bordeada por los ríos Yukon y Klondike en agosto de 1896. De ellos apenas treinta mil conseguirían llegar a su destino, poblando durante esos tres años la recién nacida villa de Dawson City. La población original del territorio, la tribu Hän, terminó confinada en una reserva que se iría apagando hasta casi desaparecer en apenas una década. El paisaje y el medio ambiente de la región terminarían desfigurados de manera irreversible, las aguas del río Yukon contaminadas, el suelo tardaría decenas de años en recuperarse para uso agrícola. La explotación desenfrenada de los recursos, la miserabilización de la población original, la desgracia de la mayoría de los miles de emigrados en busca de fortuna y la degradación medioambiental serían el precio a pagar para que, finalmente, un puñado de familias – entre ellas los Trump o los Guggenheim – terminaran sentando las bases de unas fortunas que parecen, más de un siglo después, intocables.

 

 

 

La historia
En el verano de 1978 durante una excavación para la construcción de un nuevo edificio en la villa de Dawson City, un operario de una excavadora desenterró 533 rollos de película de nitrato de celulosa correspondientes a varios cientos de películas mudas rodadas entre el comienzo y los años veinte del siglo XX. De ellas, 372 eran obras que se creían perdidas para siempre. Muchos de los negativos estaban deteriorados, acumulando manchas de humedad, hongos, ralladuras y toda clase de erosiones en la superficie. Además de obras de ficción de gran relevancia en su momento – protagonizadas por actores como Lionel Barrymore, Lon Chaney o Douglas Fairbanks – el conjunto incluía importantes grabaciones documentales como la marcha de protesta contra la violencia racial de 1919 en Nueva York, el atentado anarquista en la sede de la banca J. P. Morgan de 1929 o las movilizaciones masivas de los trabajadores de la IWW (Industrial Workers of the World) en los albores de la Gran Depresión. Pequeños fragmentos de la vida cotidiana en Dawson City, grabaciones de la “estampida” de 1896 y filmaciones del paisaje virgen del Klondike anterior a la invasión de los buscadores de oro, completaban temáticamente el total de las filmaciones.

 

Partiendo de estos materiales excepcionales, Bill Morrison articula un proyecto desarrollado básicamente en tres frentes. El primero, el más obvio, es la reconstrucción de la historia de Dawson City desde su fundación en 1896 hasta el presente. Este es el hilo conductor de toda la narración: el nacimiento y crecimiento híper acelerado de la ciudad, la igualmente rápida decadencia, y su estabilización a lo largo del siglo XX. Los casinos que abrían y cerraban en paralelo, la abundancia de los yacimientos de oro, los edificios de la administración que otorgaban entidad a la villa, los múltiples incendios que obligaron a su reconstrucción varias veces, la llegada de la electricidad, el asentamiento de bancos, la llegada de grandes magnates, y, por supuesto, las aperturas/cierres de salas de proyección y las visitas de estrellas y directores de cine vinculados a las películas que allí se exhibían. La cronología de la ciudad es la columna vertebral que sirve para articular todo el film. Esta estructura se arma a partir del barrido de fotos fijas – muchas de ellas a cargo del estudio Hegg & Larss -, con el intercalado de parte de los films encontrados, así como de otros materiales de archivo más reciente correspondientes a la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI. Quizás, de todo este apartado, lo más relevante sea el estudio de los miles de horas de filmaciones encontradas y la selección de lo más reseñable. Esto parece una tarea titánica, un ejercicio de amor ilimitado por el cine combinado con la racionalidad del entomólogo más preciso. Esta pasión por las imágenes en movimiento combinada con el frío cálculo clasificatorio de estas, son las claves para llevar adelante la tarea de dar sentido a los materiales encontrados. El simple hecho de articular esos miles de metros de celuloide constituye un logro en sí mismo.

 

 

El segundo frente es la exhibición de la belleza del material deteriorado. Miles de fotogramas afectados por daños irreparables muestran una cualidad fantasmagórica que trasciende la dimensión estética. Toda imagen de un tiempo pasado viene siendo una suerte de imagen de un fantasma: algo desaparecido del cual conservamos una presencia etérea. Así, los fotogramas no sólo hablan del tiempo pasado, no sólo documentan ficciones pretéritas y formas de vida que quedaron atrás. De alguna forma son una reflexión en voz alta sobre la naturaleza espectral de las imágenes de las películas y sobre el carácter ilusorio de la memoria ligada a ellas.

Por último, la mezcla de elementos documentales y de obras de ficción crea una visión de conjunto de gran precisión sobre la época. No asistimos simplemente a la observación de las condiciones materiales de los colonos de Dawson City. No sólo contemplamos las calles embarradas, los casinos llenos de gente, las caras endurecidas de los mineros, la miseria de las infraviviendas o la contaminación del paisaje asociada a la minería. También disfrutamos en paralelo de la materialización de las aspiraciones y ensoñaciones sedimentadas en las producciones cinematográficas de la época: romances tormentosos entre personas de distintas clases sociales, historias de ambición y poder, fantasías de riqueza súbita o la crónica negra ligada a la fractura social que recorre la sociedad norteamericana de la época. Ambas cosas, realidad y ficción, entrelazadas hábilmente, actuando de caja de resonancia mutua, nos da una vista privilegiada de lo que eran la realidad y los imaginarios de la época.

 

 

El tiempo congelado
Encontramos así en Bill Morrison una dimensión arqueológica en su trabajo como cineasta. No se trata sólo de montar trozos de películas de hace un siglo, ni de entregarse a la inevitable nostalgia por los tiempos pasados (esto también está presente aquí, claro) sino de preguntarse por la naturaleza de nuestra concepción del pasado. Cuando contemplamos una película, sea cual sea su tiempo de producción, existen marcadores en su interior que hablan del momento en el que fue rodada. Desde el vestuario de las personas que aparecían en ella –incluso en ficciones “de época”- hasta los elementos tecnológicos: el contexto histórico en el que se rueda un film siempre delata a éste, deja siempre una huella que es imposible obviar. La atención a esa huella es arqueológica. Ese tiempo que ya fue, petrificado, congelado, esculpido, es a lo que hace referencia el título de la película.

Hay una historia, sí, el nacimiento, crecimiento y decadencia de Dawson City, hay una mirada al contexto social, económico e incluso político y medioambiental, hay un elemento contemplativo –estético- y una dimensión nostálgica, pero el propósito principal parece ser esa investigación sobre la naturaleza del tiempo inmovilizado: ¿cómo es posible que el testimonio de esa rocosidad se construya desde la fantasmagoría de las imágenes en movimiento? La memoria se edifica empleando los mecanismos de la ficción, es un relato construido a base de archivos y descartes del archivo. Y, pese a la naturaleza evanescente que la constituye, presenta la densidad del granito. Parece como si las imágenes que representan un momento concreto pasaran a ser ese mismo momento, como si tuviera lugar una suerte de clausura: esos cientos de miles de imágenes en movimiento de pronto pasan a ser ese propio momento que representaban. Esa vampirización de los hechos por parte de su representación es inquietante: el pasado aquí retratado termina por ser un lugar en blanco y negro en el cual las cosas transcurren a una velocidad extraña y no hay sonidos que correspondan con él. El mecanismo de representación pasa a equivaler a lo representado. La memoria, pues, es una tarea de usurpación, desplazamiento, reemplazo de unos hechos ya inaccesibles por la huella parcial de algunos de sus momentos en nuestros soportes materiales de almacenamiento de imágenes y sonidos.

 

 

El núcleo fundamental del film, por lo tanto, está habitado por un antagonismo que genera una tensión permanente: el testimonio de la época pasa a tomar el papel de la propia época y como espectadores dudamos entre dejarnos llevar por este reduccionismo o bien preguntarnos “¿qué quedó fuera de ésto?”. Podemos entender así “arqueología”, en este contexto, como el impulso que busca descifrar esta tensión, poner cada cosa en su sitio. Y esta labor arqueológica –que plantea una pregunta inevitable: ¿de dónde nace este poder sedimentador de las imágenes en movimiento? – es llevada a cabo por esos fotogramas dañados, incluidos en el film. Ellos nos dicen qué soporte es falible y que está amenazado por la destrucción. Todo soporte es una pieza minúscula, insignificante y significativa con respecto al tiempo que pretender ser conservado en él. Las ralladuras y quemados sobre el gel fotosensible se mezclan en la pantalla con las personas, cosas y paisajes: tienen, en el orden de la representación, la misma categoría. La tentación sería caer en un nihilismo fácil: todo está condenado a desaparecer, los testigos de nuestro pasado no van a aguantar mucho tiempo, para qué esforzarse por grabar el presente si estas grabaciones no van a durar. Por ello, lo que destila esta tensión entre tiempo representado y representación, es la sensación de milagro, el pensamiento de que la historia de la humanidad, siendo banal es sus aspectos concretos, tiene un algo excepcional que está estrechamente ligado a ese caminar en el filo entre la persistencia del ser y la posibilidad de no ser absolutamente nada. Así, esta lucha queda en tablas: reconocemos el valor de lo registrado, somos conscientes de su fragilidad y de su excepcionalidad, pero, al tiempo, algo nos dice que todo esto sólo es una fracción miserable de lo que ya fue, del tumulto casi infinito de lo acontecido, un porcentaje insignificante de todas esas vidas y sucesos de los cuales sólo nos quedan esos registros frágiles destinados, también a extinguirse en algún momento.

 

 

¿Cómo enfrentarse pues a todas las dimensiones que encontramos en el film? La historia de Dawson City paralela al nacimiento del cine nos interesa por las extrañas resonancias que se producen en el amanecer de algunas industrias que serán decisivas en la configuración de nuestro presente: la cinematográfica, la de los plásticos y la de los explosivos. Los miles de rollos enterrados y desenterrados nos hablan del azar que acompaña al devenir de toda construcción humana – material o inmaterial-. Las historias que se cuentan en esos rollos aluden tanto a la representación real de la época como a la construcción del imaginario que está en el origen del lenguaje cinematográfico. Los motivos documentales enseñan fragmentos poco conocidos de la convulsa historia de los Estados Unidos de principios del siglo XX. Los fotogramas dañados despiertan la reflexión sobre las condiciones de conservación de los soportes materiales de nuestra cultura y, al mismo tiempo, disparan nuestra imaginación y nos llevan al terreno poético desde la belleza formal de su apariencia.

Por último, la labor de selección y de montaje de los materiales fílmicos nos muestra a un autor capaz de combinar lo arqueológico/racional de su tarea, con lo poético/irracional contenido en un montón de secuencias y fotogramas. Dawson City: Frozen Time es, por lo tanto, una obra que abraza aspectos de la creación cinematográfica y que suscita tantas lecturas en diversos planos que la única opción posible para su contemplación es dejarse llevar por el torrente visual que recorre la pantalla. El tratamiento sonoro a cargo de Alex Somers – colaborador habitual de Sigúr Ros – establece un diálogo peculiar entre sonido e imagen. Combinando Ambient y Electrónica abstracta, la apuesta por sonidos contemporáneos del compositor marca un fuerte contraste con las imágenes. Los parajes nevados de la región del Yukon, la evolución de las calles y edificios de Dawson City, las fotografías fijas de grupos humanos de todo tipo y todas las porciones de los films de ficción y documentales de la época nos sumergen en un magma sonoro que potencia el poder evocador de las imágenes, un contenedor de audio preciso y eficaz que sabe permanecer en segundo plano, hasta llevarnos, casi sin darnos cuenta, al corazón lírico de esta obra. El abanico de sensaciones y afectos que despliega el film le debe gran parte de su efecto a esa banda sonora que acoge y cuida afectuosamente las frágiles imágenes de ese pasado desvanecido, empleando para ello los recursos formales de nuestro siglo XXI.

 

 

 

Dos fragmentos de los diarios de Jonas Mekas

Julio de 1946, campo de desplazados de Wiesbaden

Escucho esta palabra todos los días, a toda hora.

La palabra es TRABAJO.

Y veo un robot.

Un robot de acero en movimiento.

Ah, el tempo es dinero!

¿Cuánto cuesta tu corazón? Lo compro

TRABAJO!

Veo a millones de esclavos cavando canales, construyendo embalses, instalando túneles, construyendo caminos, sudando en las fábricas, y todo el globo comienza a agitarse y a moverse como una enorme perforadora de petróleo.

Ahí construyen los torpedos, los tanques, las bombas atómicas, las agujas para clavar debajo de las uñas, los escalpelos para arrancar las uñas, todo lo que se necesite

TRABAJO, TRABAJO, TRABAJO!

Los corazones no tiemblan tampoco las manos.

Me enfrío y busco un corazón tibio, ojos…

Pero las máquinas combinaron todos los ojos y los corazones y las manos en una única gran masa fundida.

LAS MASAS.

 

¡Dejen de trabajar! ¡Paren!

¡Ay los ríos secos, los campos pelados, las aguas envenenadas!

Polvo de hierro, caen bombas sobre una ciudad que grita de terror.

Dejen los martillos, las tuberías de gas, la dinamita

cierren todas las fábricas del horror,

salgan a caminar por los campos.

Dejen que todo se detenga.

Deixen que o pasto o cubra todo.

Dejen que lleguen las serpientes y los tigres, y que se multipliquen.

Estamos celebrando la muerte del robot.

 

Sin fecha, 1947, Kassel

Quieren que sea máis racional. Lo más racional es la máquina. Vayan a las máquinas. Todas sus partes separadas funcionan juntas. Pero yo vivo sin propósito, irracionalmente.

Construyamos nuestras casas con nuestras manos. Y cultivemos el trigo, y hagamos el pan.

Entonces sabremos qué es la tierra.

Ahora abrimos el grifo y sale agua. No tengo idea de donde viene o cómo.

Electricidad…

Compramos el pan: no sabemos quien lo hace, cómo, dónde.

Lo mismo pasa con nuestras vidas.

Vivimos pero no sabemos cómo, dónde, por qué.

y no tiene sabor.

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The Florida Project, la infancia en la periferia de los paraísos de la abundancia

the florida project [sean baker, 2017 | estados unidos]

Las películas “con niños” constituyen un género propio dentro de la historia del cine. Su genealogía está plagada de artefactos manipuladores y sensibleros que buscan la lágrima fácil, la sonrisa empática o la emoción pasajera a través de imágenes en movimiento de todo tipo de chavalada. Este tipo de cine –salvo contadas excepciones- además, acostumbra ser pura apología de la familia tradicional, así como elegía de nuestro sistema económico-social occidental. El sentimental-capitalismo que estructura ideológicamente estas películas siempre termina por recordar que se puede ser feliz sin tener nada y qué afortunados somos –los occidentales, blancos de clase media y para arriba- por haber nacido en la orilla correcta del río.

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The Florida project funciona como contra discurso frente a este tipo de cine. Para eso toma prestados recursos formales del falso documental, así como manierismos procedentes del cine indie americano, mientras obvia cualquier pretensión de narración clásica. Esto no excluye cierta evolución dramática de los acontecimientos en un segundo plano que termina tomando todo el protagonismo en el tramo final.

Encuadrándose un poco en esa forma de narrar que conocemos como slice of life, The Florida project nos sumerge en el día a día de una niña de siete años (Moonee, una extraordinaria Brooklyn Prince) y de su madre, casi adolescente, desempleada (Halley, una Bria Vinaite que transmite fragilidad, desidia y sensualidad a partes iguales), residentes ambas en uno de los muchos moteles que proliferan al lado del parque temático Disney World en el estado de Florida.

Acotada temporalmente en un verano difuso de duración ilimitada, la película se desenvuelve en un universo visual dominado por el color violeta y por el imaginario pop vinculado a establecimientos de hostelería de ínfima calidad. El paisaje físico, por su lado, aparece claramente delimitado por los moteles, urbanizaciones abandonadas, los restos de basura que invaden las aceras y las extrañas zonas de transición entre lo urbano y la nada que rodean el motel que sirve de escenario principal. El vitalismo del verano que llena la pantalla durante todo el metraje, contrasta con la escasez material de las protagonistas y de su círculo, y la alegría de vivir de Moonee aparece ensombrecida por la deriva vital y laboral de esa Halley que va resbalando desde la precariedad hasta la marginalidad casi sin darse cuenta.

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Los momentos más destacados de la película corresponden, sin duda, a las andanzas de la pandilla infantil de Moonee, exploradores sin miedo en un territorio arrasado. Entre la pura travesura y el afán destructor que guía a cualquier niño dejado en libertad, vamos conociendo el entorno del motel y las vidas de los vecinos y amigos de Halley y Moonee. La cámara, colocada bien a ras de suelo en muchos minutos del metraje, bien siguiendo la espalda del grupo, nos hace partícipes de sus aventuras de un modo físico, integrándonos en sus expediciones y haciéndonos sentir parte del microcosmos en el cual se desenvuelven sus vidas. También, llegado el momento, planos generales del entorno sirven de contrapunto a la fisicidad anterior. Desde fuera, despegados de la aventura infantil, cartografiamos la ruina del territorio y las condiciones materiales de la humanidad que los habita e intuimos las claves del deterioro. Al fondo del paisaje, como un paraíso inalcanzable, las torres del castillo emblema de Disney presiden la zona, recordando permanentemente a todos los que están fuera que son los perdedores del sistema, que son el excedente necesario para que todo el tinglado siga funcionando. A pesar de las broncas recibidas y los resultados no previstos de algunas expediciones, la pandilla (formada por un número variable de componentes) insiste en sus andanzas. En este sentido responden a ese imperativo infantil de repetir las cosas no una, sino mil veces, pues, como dice Walter Benjamin: “ésto no es sólo el modo de dominar experiencias primitivamente terroríficas mediante el embotamiento, la provocación gamberra, la parodia, sino también de gozar una y otra vez, del modo más intenso de triunfos y victorias”.

Hacia mitad de metraje, una conversación entre Moonee y su mejor amiga Jancey, revela las intenciones programáticas del film. Subidas a un árbol gigante caído en el suelo, Moonee le dice a Jancey: “este es mi árbol favorito porque, aunque cayó, sigue creciendo”. La secuencia encadena un primer plano inicial de ambas hablando, seguido de un plano general en el que sus pequeñas figuras se funden con el verde. Las protagonistas, en ese lugar singular y cargado de significado, se dicen y nos dicen que son como ese árbol y que, a pesar de llevar palos y estar casi condenadas de antemano a la precariedad material, no contemplan la rendición entre sus opciones vitales.

El foco apuntando al magma humano que convive en esos moteles al borde de la ruina resulta ser especialmente delicado. Quizás otro director menos inteligente habría caído en la típica exaltación miserabilista de la pobreza o bien en la estetización de esas precarias condiciones de vida. Sean Baker opta por un naturalismo colorista que no elude la miseria ni se recrea en ella, ofreciendo pinceladas de un mundo adulto permanentemente al borde del abismo y de un mundo infantil en el que la fantasía es capaz de transformar la degradación en territorio mágico. En este sentido resulta especialmente relevante la serie de escenas de Moonee en la bañera, ejemplo magistral de como contar algo sórdido sin necesidad de meter la cámara en el corazón de la sordidez, dando el protagonismo al sonido, estilizando el uso de la elipsis y apuntando al fuera de campo como lugar en el que tiene lugar el estado de excepción. También destaca el tratamiento que se le da a las relaciones entre la población de esas bolsas de pobreza en las que se desenvuelve la historia. Este retrato de las conexiones humanas, entre la solidaridad y el miedo, entre la necesidad de fraternidad y la desconfianza por el juicio ajeno, confiere hondura a los protagonistas al dejar al descubierto como la corrosión de las condiciones de vida afectan irremediablemente a la formación de lazos entre ellos.

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Dentro de este microcosmos precario y en permanente peligro de desintegración sobresale, a modo de ángel de la guarda de la colectividad, el personaje de hombre-para-todo del motel, Bobby, interpretado por Willem Dafoe, El responsable de mantener el inmueble en condiciones y de parchear los múltiples agujeros que lo amenazan, lleva su tarea más allá de obligaciones contractuales, actuando como una suerte de figura en segundo plano capaz de velar por Moonee, Halley y resto de la comunidad. A través de sus ojos vemos lo que no parece ser visible para una Halley que no deja ser más hermana mayor de Moonee que madre entregada a su papel. Como si fuese el padre de esas madres casi adolescentes, que son Halley y su mejor amiga Ashley, como si fuese el abuelo de Moonee y su pandilla, Bobby encarna aquel viejo precepto de que el cuidado de los niños es cosa de toda la tribu. En él encontramos la respuesta genuinamente humana a ese estado de excepción que es el capitalismo contemporáneo. Por encima de contratos y de legalidades vigentes, Bobby se entrega a los demás de una forma discreta, dice las cosas que sólo una persona preocupada por la suerte ajena puede decir y deja jugar a los niños en su sala de control mientras echa las broncas pertinentes cuando se pasan de la raya. La cámara de Sean Baker se para en más de una ocasión en la cara de este Willem Dafoe que ya roza la vejez, encontrando en ella la personalización de ciertas virtudes declinantes: honradez, integridad, sentido de la responsabilidad y generosidad. Si Halley y Moonee son nuestras mujeres dentro de la película, Bobby es nuestro hombre. Así, nos gustaría ser sensuales, vitalistas, despreocupados como Halley, traviesos, sensibles y desbordantes de energía como Moonee, y buenos e íntegros como Bobby.

Como no puede ser de otra forma, la lógica de los acontecimientos no permite un final feliz para las protagonistas. Pero a pesar de ello, la película plantea una fuga sobre la maquinaria de su propio proceso narrativo. El desenlace cose la realidad material y el territorio de la imaginación en una secuencia que resulta discutible a nivel de guión pero efectiva visualmente y con tantas resonancias que nos deja dudando sobre su pertinencia. Así, esta clase de duda habla de la fertilidad de la propia película, de su capacidad para conmover (nos) y para cuestionar nuestros propios criterios sobre lo que es adecuado o no, fílmicamente hablando, ésto es, sobre el gesto ético que está detrás de cualquier película.

rewind 2017

 

1twin peaks: the return [mark frost & david lynch, 2017 | estados unidos]

2. aquele querido mês de agosto [miguel gomes, 2008 | portugal]

3. la libertad  [lisandro alonso, 2001 | argentina]

4. mimosas [oliver laxe, 2016 | españa]

5. le quattro volte [michelangelo frammartino, 2010 | italia]

6. a torinói ló [béla tarr, 2011 | hungría]

 

 

1twin peaks: the return [mark frost & david lynch, 2017 | estados unidos]

2. zama [lucrecia martel, 2017 | argentina]

3. the florida project [sean baker, 2017 | estados unidos]

4. columbus [kogonada, 2017 | estados unidos]

5. kimi no na wa [makoto shinkai, 2016 | japón]

6toivon tuolla puolen [aki kaurismäki, 2017 | finlandia]

7. the leftovers [damon lindelof & tom perrotta, 2017 | estados unidos]

8bamui haebyunaeseo honja [hong sang-soo, 2016 | corea del sur]

9call me by your name [luca guadagnino, 2017 | italia]

10estiu 1993 [carla simón, 2017 | españa]

11. blade runner 2049 [dennis villeneuve, 2017 | estados unidos]

12. muchos hijos, un mono y un castillo [gustavo salmerón, 2017 | españa]

13the square [ruben östlund, 2017 | suecia]

14. lumière! l’aventure commence [thierry frémaux, 2016 | francia]

15. slava [kristina grozeva, petar valchanov, 2016 | bulgaria]

16. three billboards outside ebbing, missouri [martin mcdonagh, 2017 | estados unidos]

17. the killing of a sacred deer [yorgos lanthimos, 2017 | reino unido, irlanda, estados unidos]

18. get out [jordan peele, 2017 | estados unidos]

19. you were never really here [lynne ramsey, 2017 | reino unido, francia, estados unidos]

20. detroit [kathryn bigelow, 2017 | estados unidos]

21. dunkirk [christopher nolan, 2017 | holanda, reino unido, francia, estados unidos]

22. the meyerowitz stories (new and selected) [noah baumbach, 2017 | estados unidos]

23okja [bong joon-ho, 2017 | corea del sur]

 

 

 

1twin peaks: the return [mark frost & david lynch, 2017 | estados unidos]

2. zama [lucrecia martel, 2017 | argentina]

3. dawson city frozen time [bill morrison, 2016 | estados unidos]

4. the leftovers [damon lindelof & tom perrotta, 2017 | estados unidos]

5bamui haebyunaeseo honja [hong sang-soo, 2016 | corea del sur]

6kedi [ceyda torun, 2016 | turquía]

7estiu 1993 [carla simón, 2017 | españa]

8nelyubov [andrey zvyagintsev, 2017 | rusia]

9sieranevada [cristi puiu, 2016 | rumanía]

10geu-hu [hong sang-soo, 2017 | corea del sur]

11toivon tuolla puolen [aki kaurismäki, 2017 | finlandia]

12la mort de louis XIV  [albert serra, 2016 | francia]

13. kater [klaus händl, 2016 | austria]

14columbus [kogonada, 2017 | estados unidos]

15call me by your name [luca guadagnino, 2017 | italia]

16a ghost story [david lowery, 2017 | estados unidos]

17the square [ruben östlund, 2017 | suecia]

18lucky [john carroll lynch, 2017 | estados unidos]

19. the florida project [sean baker, 2017 | estados unidos]

20okja [bong joon-ho, 2017 | corea del sur]

21lady macbeth [william oldroyd, 2016 | reino unido]

22. coco [lee unkrich & adrián molina, 2017 | estados unidos]

23loving vincent [dorota kobiela & hugh welchman, 2017 | polonia]

24. person to person [dustin guy defa, 2017 | estados unidos]

25. star wars: the last jedi [rian johnson, 2017 | estados unidos]