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The Florida Project, la infancia en la periferia de los paraísos de la abundancia

the florida project [sean baker, 2017 | estados unidos]

Las películas “con niños” constituyen un género propio dentro de la historia del cine. Su genealogía está plagada de artefactos manipuladores y sensibleros que buscan la lágrima fácil, la sonrisa empática o la emoción pasajera a través de imágenes en movimiento de todo tipo de chavalada. Este tipo de cine –salvo contadas excepciones- además, acostumbra ser pura apología de la familia tradicional, así como elegía de nuestro sistema económico-social occidental. El sentimental-capitalismo que estructura ideológicamente estas películas siempre termina por recordar que se puede ser feliz sin tener nada y qué afortunados somos –los occidentales, blancos de clase media y para arriba- por haber nacido en la orilla correcta del río.

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The Florida project funciona como contra discurso frente a este tipo de cine. Para eso toma prestados recursos formales del falso documental, así como manierismos procedentes del cine indie americano, mientras obvia cualquier pretensión de narración clásica. Esto no excluye cierta evolución dramática de los acontecimientos en un segundo plano que termina tomando todo el protagonismo en el tramo final.

Encuadrándose un poco en esa forma de narrar que conocemos como slice of life, The Florida project nos sumerge en el día a día de una niña de siete años (Moonee, una extraordinaria Brooklyn Prince) y de su madre, casi adolescente, desempleada (Halley, una Bria Vinaite que transmite fragilidad, desidia y sensualidad a partes iguales), residentes ambas en uno de los muchos moteles que proliferan al lado del parque temático Disney World en el estado de Florida.

Acotada temporalmente en un verano difuso de duración ilimitada, la película se desenvuelve en un universo visual dominado por el color violeta y por el imaginario pop vinculado a establecimientos de hostelería de ínfima calidad. El paisaje físico, por su lado, aparece claramente delimitado por los moteles, urbanizaciones abandonadas, los restos de basura que invaden las aceras y las extrañas zonas de transición entre lo urbano y la nada que rodean el motel que sirve de escenario principal. El vitalismo del verano que llena la pantalla durante todo el metraje, contrasta con la escasez material de las protagonistas y de su círculo, y la alegría de vivir de Moonee aparece ensombrecida por la deriva vital y laboral de esa Halley que va resbalando desde la precariedad hasta la marginalidad casi sin darse cuenta.

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Los momentos más destacados de la película corresponden, sin duda, a las andanzas de la pandilla infantil de Moonee, exploradores sin miedo en un territorio arrasado. Entre la pura travesura y el afán destructor que guía a cualquier niño dejado en libertad, vamos conociendo el entorno del motel y las vidas de los vecinos y amigos de Halley y Moonee. La cámara, colocada bien a ras de suelo en muchos minutos del metraje, bien siguiendo la espalda del grupo, nos hace partícipes de sus aventuras de un modo físico, integrándonos en sus expediciones y haciéndonos sentir parte del microcosmos en el cual se desenvuelven sus vidas. También, llegado el momento, planos generales del entorno sirven de contrapunto a la fisicidad anterior. Desde fuera, despegados de la aventura infantil, cartografiamos la ruina del territorio y las condiciones materiales de la humanidad que los habita e intuimos las claves del deterioro. Al fondo del paisaje, como un paraíso inalcanzable, las torres del castillo emblema de Disney presiden la zona, recordando permanentemente a todos los que están fuera que son los perdedores del sistema, que son el excedente necesario para que todo el tinglado siga funcionando. A pesar de las broncas recibidas y los resultados no previstos de algunas expediciones, la pandilla (formada por un número variable de componentes) insiste en sus andanzas. En este sentido responden a ese imperativo infantil de repetir las cosas no una, sino mil veces, pues, como dice Walter Benjamin: “ésto no es sólo el modo de dominar experiencias primitivamente terroríficas mediante el embotamiento, la provocación gamberra, la parodia, sino también de gozar una y otra vez, del modo más intenso de triunfos y victorias”.

Hacia mitad de metraje, una conversación entre Moonee y su mejor amiga Jancey, revela las intenciones programáticas del film. Subidas a un árbol gigante caído en el suelo, Moonee le dice a Jancey: “este es mi árbol favorito porque, aunque cayó, sigue creciendo”. La secuencia encadena un primer plano inicial de ambas hablando, seguido de un plano general en el que sus pequeñas figuras se funden con el verde. Las protagonistas, en ese lugar singular y cargado de significado, se dicen y nos dicen que son como ese árbol y que, a pesar de llevar palos y estar casi condenadas de antemano a la precariedad material, no contemplan la rendición entre sus opciones vitales.

El foco apuntando al magma humano que convive en esos moteles al borde de la ruina resulta ser especialmente delicado. Quizás otro director menos inteligente habría caído en la típica exaltación miserabilista de la pobreza o bien en la estetización de esas precarias condiciones de vida. Sean Baker opta por un naturalismo colorista que no elude la miseria ni se recrea en ella, ofreciendo pinceladas de un mundo adulto permanentemente al borde del abismo y de un mundo infantil en el que la fantasía es capaz de transformar la degradación en territorio mágico. En este sentido resulta especialmente relevante la serie de escenas de Moonee en la bañera, ejemplo magistral de como contar algo sórdido sin necesidad de meter la cámara en el corazón de la sordidez, dando el protagonismo al sonido, estilizando el uso de la elipsis y apuntando al fuera de campo como lugar en el que tiene lugar el estado de excepción. También destaca el tratamiento que se le da a las relaciones entre la población de esas bolsas de pobreza en las que se desenvuelve la historia. Este retrato de las conexiones humanas, entre la solidaridad y el miedo, entre la necesidad de fraternidad y la desconfianza por el juicio ajeno, confiere hondura a los protagonistas al dejar al descubierto como la corrosión de las condiciones de vida afectan irremediablemente a la formación de lazos entre ellos.

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Dentro de este microcosmos precario y en permanente peligro de desintegración sobresale, a modo de ángel de la guarda de la colectividad, el personaje de hombre-para-todo del motel, Bobby, interpretado por Willem Dafoe, El responsable de mantener el inmueble en condiciones y de parchear los múltiples agujeros que lo amenazan, lleva su tarea más allá de obligaciones contractuales, actuando como una suerte de figura en segundo plano capaz de velar por Moonee, Halley y resto de la comunidad. A través de sus ojos vemos lo que no parece ser visible para una Halley que no deja ser más hermana mayor de Moonee que madre entregada a su papel. Como si fuese el padre de esas madres casi adolescentes, que son Halley y su mejor amiga Ashley, como si fuese el abuelo de Moonee y su pandilla, Bobby encarna aquel viejo precepto de que el cuidado de los niños es cosa de toda la tribu. En él encontramos la respuesta genuinamente humana a ese estado de excepción que es el capitalismo contemporáneo. Por encima de contratos y de legalidades vigentes, Bobby se entrega a los demás de una forma discreta, dice las cosas que sólo una persona preocupada por la suerte ajena puede decir y deja jugar a los niños en su sala de control mientras echa las broncas pertinentes cuando se pasan de la raya. La cámara de Sean Baker se para en más de una ocasión en la cara de este Willem Dafoe que ya roza la vejez, encontrando en ella la personalización de ciertas virtudes declinantes: honradez, integridad, sentido de la responsabilidad y generosidad. Si Halley y Moonee son nuestras mujeres dentro de la película, Bobby es nuestro hombre. Así, nos gustaría ser sensuales, vitalistas, despreocupados como Halley, traviesos, sensibles y desbordantes de energía como Moonee, y buenos e íntegros como Bobby.

Como no puede ser de otra forma, la lógica de los acontecimientos no permite un final feliz para las protagonistas. Pero a pesar de ello, la película plantea una fuga sobre la maquinaria de su propio proceso narrativo. El desenlace cose la realidad material y el territorio de la imaginación en una secuencia que resulta discutible a nivel de guión pero efectiva visualmente y con tantas resonancias que nos deja dudando sobre su pertinencia. Así, esta clase de duda habla de la fertilidad de la propia película, de su capacidad para conmover (nos) y para cuestionar nuestros propios criterios sobre lo que es adecuado o no, fílmicamente hablando, ésto es, sobre el gesto ético que está detrás de cualquier película.