O que arde, la imposibilidad de la vuelta al hogar

«Pienso que el espectador no es un niño al cual se le tiene que explicar todo. No solo con el guión, sino también a través del montaje, ha de concedérsele tiempo y espacio para que vea, piense, imagine por él mismo»

Agnès Varda, seminario
Le cinema mis en question par une cinéaste
(Universidad de Girona, 2011)

[Vimos «o que arde» en medio de una expectación general inédita en este país. Todo vendido para las tres sesiones diarias durante dos semanas en los multicines Norte en Vigo. La presentación a principios de octubre a cargo del propio Oliver Laxe en estos mismos cines se convirtió en un pequeño acontecimiento. Un terremoto de magnitud nueve en la escala de interés de Richter en una ciudad sumida en la apatía provinciana impulsada polo el propio alcalde y su equipo de gobierno. El cine convertido en hecho social, el arte en el centro de las conversaciones durante varios días, el consumo de las imágenes en movimiento enfrentado a un producto bastante ajeno a las reglas de ese mismo consumo. Polémicas, discusiones, interpretaciones apasionadas, la necesidad en muchas personas de tener un mensaje claro que no encontraban. También, muchos fans algo decepcionados por la comparación con «mimosas». El alboroto, en definitiva, tan refrescante en el encorsetado panorama cultural gallego -y tan propicio a generar confusión en el juicio estético, en la apreciación artística y en el comentario cultural-, fue disipándose con el paso de los días. A casi dos meses vista de su estreno comercial aun no ha remitido completamente, pero, lejos de él, percibiéndolo como uno ruido de fondo asordinado, podemos intentar otra crónica condenada al fracaso de antemano.]

«O que arde» es una expresión que nos remite a un amplio abanico de significados. En primer lugar, aplicada a la realidad socioeconómica gallega, O que arde habla de los montes: cada verano, con precisión matemática, miles de hectáreas arrasan nuestra geografía. En segundo, aplicado al territorio y a su habitabilidad, O que arde habla de un modo de vida con siglos de historia basado en una organización territorial y en un empleo de sus recursos que no va volver más. En tercer lugar, iluminando nuestra imaginación, O que arde apunta hacia un futuro posible, y, con él, a las líneas de fuga con respeto a la realidad actual. En cuarto lugar, O que arde, o por lo menos, lo que debería arder, se refiere a la propia pantalla del cine, soporte material de la intensidad de lo visual y lugar en el cual cierta racionalidad creativa desarrolla sus potencialidades sin impedimentos. En una quinta posibilidad, O que arde se refiere a la propia vida de un personaje marcado para siempre por un pasado que no tiene borrado posible, y, al tiempo, al amor incondicional de su madre, un amor silencioso, contenido, basado en gestos (mínimos) más que en palabras, una brasa que nunca se extingue y que irradia un calor continuado a pesar de no exteriorizar llama alguna. O que arde, por lo tanto, habla al mismo tiempo de individuos y de colectivos humanos, de relaciones personales y de relaciones sociales, de las personas concretas que habitan un paisaje particular y de las personas que los demás imaginan que son los otros, de la pervivencia del pasado en el presente y del futuro como si fuera niebla en los montes. Para ello se pone en pie un conglomerado complejo de enfoques y tonalidades que necesitan de varios niveles de enunciación diferentes. El discurso fílmico, asentado con firmeza sobre la puesta en escena más que en un guión cerrado, no ofrece respuestas claras en ningún momento, dejando a cargo de los espectadores la labor de elaborar el significado de todo aquello que se está exponiendo en la pantalla.

Los primeros tres minutos de esta película son, necesariamente ya, parte de la historia del cine. Una secuencia en la cual lo real y lo imaginario se mezclan forzando la suspensión del análisis racional y obligando a entregarse a la fascinación de la belleza de las imágenes en movimiento. Tres minutos de dilatación temporal en los cuales la impresión visual y sonora alcanzan cotas altísimas de intensidad: el monte, la noche, los árboles, los sonidos de las bestias maquínicas que se mueven entre ellas. Un trasfondo casi mítico de historias de miedo y relatos de terror que se va hibridando con la narración de la fría eficiencia del desarrollo tecnológico aplicado a la gestión del territorio. Nuestro inconsciente colectivo, alimentado durante siglos con el miedo a la oscuridad y a andar a solas de noche en medio de lo salvaje, resuena con esta inversión de los cuentos clásicos. Las máquinas encargadas de trazar los cortafuegos sobre la piel del monte encarnan la fuerza incontenible de la racionalidad humana actuando sobre nuestro entorno natural. En esta secuencia inicial es fácil encontrarse echando de menos todo aquello que asustaba a nuestros antecesores. O que arde, pues, posibilita aquí una sexta lectura posible al referenciar el viejo substrato de historias de miedo que nuestras abuelas contaban a la luz de un candil en las frías noches del invierno gallego. La herencia de nuestra imaginación colectiva, parece decir Laxe en este arranque, está destrozada, arruinada junto a la naturaleza que le daba contexto y que ya no existe más que residualmente. La terrible belleza del antropoceno explicada visualmente en apenas ciento ochenta segundos.

Tras este prólogo nocturno el film abre a continuación con su historia central siguiendo un esquema clásico en su estructura. Un pirómano que viene de terminar su condena -Amador- regresa a su pueblo en la montaña lucense señalado por sus vecinos y acogido por una madre -Benedicta- que solo puede ofrecer amor infinito al hijo que vuelve al hogar. El retorno -su imposibilidad en realidad-, sirve para mostrar la incapacidad de reconectarse a aquello de lo que nos hemos separado en un nivel esencial, hablando, así, no solo del protagonista, sino de todos nosotros, incapacitados para regresar a un lugar que ya no existe a pesar de conservar su fisicidad. La cámara se pega a los dos protagonistas durante el primer acto de la película. Registra el restablecemento de las viejas rutinas como la relación con la tierra, con los animales, con los objetos de una casa pretecnológica en la cual no hay vitrocerámica, móviles, smart-tvs, tablets o altavoces inteligentes por todas partes. Una vieja tele de tubo como única concesión nos hace pensar si la película está hablando de nuestro ahora o de un «ahora» anterior, treinta o cuarenta años atrás en el tiempo. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos del protagonista por retornar en un sentido pleno a lo que era él mismo «antes» (antes del incendio, antes del tiempo en la cárcel, antes de las miradas desconfiadas de la vecinanza), hay todo el rato un impedimento casi físico que lo hace imposible. El Amador pirómano intuye que lo que ardió fueron algo más que los eucaliptos y pinos del monte vecinal, posiblemente su vida previa a los acontecimientos. Y, así, un malestar difuso -como si portara una nube de cenizas sobre su cabeza que no hubiera parado de empaparlo- va engordando en su vivencia cotidiana. Amador percibe, en un nivel casi corporal, que su hogar de toda la vida ya no es tal cosa, que los días de ser uno con el territorio que habitaba terminaron definitivamente y que solo le queda ser un extraño en el paisaje geográfico y humano que era, literalmente, su propia casa.

La afinidad tarkosvkiana de Laxe se hace patente durante este primer acto (algo menos en el segundo). El gusto por estirar el tiempo, por dotarlo de densidad y significación a base de estirar la duración de los planos, va funcionando por acumulación. La película nos empapa, va colándose en nuestro organismo a base de microimpactos visuales continuados, un orballo de imágenes que cala lentamente. Las escenas domésticas iluminadas con una luz que fluctúa entre lo espectral y lo decadente son retratadas con delicadeza y concentración. Las escasas conversaciones entre madre e hijo insertan reflexiones transcendentales camufladas como banalidades de corte costumbrista. La naturaleza, plena del misterio que se deriva de ser simultaneamente lugar de acogida y amenaza silenciosa, envuelve a los protagonistas sin hacerlos pequeños. La monumentalidad de las montañas lucenses sumergidas en niebla sirve, como las montañas de «mimosas», de referente de una cierta idea de trascendencia más relacionada con la temporalidad geológica y con la dimensión inabarcable del universo y sus objetos, que con la espiritualidad en su sentido convencional. El territorio subraya al tiempo la insignificancia fundamental de lo humano y su excepcionalidad mediante un uso virtuoso de la fotografía y de la iluminación así como de la posición de los protagonistas sobre el telón majestuoso que da soporte a sus existencias. A partir de aquí, ya en el «segundo acto», diversos elementos secundarios confluyen en la trama principal de manera algo forzada. Algunos personajes circunstanciales aparecen apenas esbozados y sin consistencia, quizás como meros apuntes que deberían haber tenido más recorrido si hubiera sido posible desarrollarlos en una película de tres horas de duración que nunca se hará: hablamos de los vecinos que pretenden rehabilitar una casa en la aldea de los protagonistas o de la veterinaria que se asoma de forma puntual a la vida de Amador y Benedicta desencadenando un tercer acto en el que se le da al espectador ese incendio que lleva flotando en el aire desde que conocemos al protagonista.

El paso entre el segundo y tercer «actos» que tiene lugar transcurrida la mitad de la película quizás sea la decisión más discutible del director: la escena de la vaca que va camino de la clínica veterinaria, subrayada por el «Suzanne» de Leonard Cohen. Es esta una apuesta extraña en un director que huye de los recursos sentimentales y que no apela nunca a la emoción en crudo que puede ser disparada por una canción con la carga que tiene la creación del bardo canadiense. La vaca -imitando al típico perro que asoma la cabeza por la ventana de un automóvil en movimiento- es encuadrada en primer plano mientras la canción de Cohen pasa de lo diegético a lo extradiegético, dejando una pregunta sin respuesta tras de sí: ¿por qué llora la vaca?. El Laxe que reconocemos en la frase de Agnès Varda con la que abrimos este comentario parece no dejar los rodajes cerrados y atados a un guión, sino que a partir de este se abre a los encuentros que ofrecen esos mismos rodajes, incorpora en sus films esa imprevisibilidad de lo real que acontece mientras filma. La vida, en definitiva, sea una vaca que llora (o unos calcetines a secar en una cocina de hierro, o un grupo de vecinos en un entierro), parece querer colarse entre los fotogramas de estos artificios que son las películas.

Enfrentados a las llamas del incendio que anunciaba el propio título, como espectadores, quedamos fascinados ante la pantalla. Igual que esos animales nocturnos que cruzan las carreteras y quedan hipnotizados por la intensidad de los faros de los automóviles hasta ser atropellados, somos aplastados por la belleza de ese incendio nocturno. El cambio de registro es brutal: pasamos de una intimidad que se desarrolla en el ámbito de lo familiar y de lo paisajístico a una (esperada) intimidad con el horror: la fisicidad y el frenesí de la lucha de las patrullas antiincendios con las llamas contrasta con toda la calma contemplativa que la precede en el metraje. La furia del fuego -otro ser que recorre esos montes lucenses como expresión de la barbarie humana- es retratada casi como una suerte de ballet mortal entre la fragilidad de los seres humanos que le hacen frente y la potencia aniquiladora del incendio. De nuevo, el papel del sonido, como en la secuencia de apertura, es decisivo, reforzando la sensación de ser sumergidos en un infierno que nos fascina al tiempo que nos repugna.

El periplo de Amador -su imposible vuelta al hogar-, queda cerrado en una última escena simétrica de la primera en la que lo vemos: el protagonista sale de la cárcel al inicio del film par acabar, en el tramo final, siendo consciente de que, de otra forma, sigue prisionero en otra cárcel de la que posiblemente no vaya a poder salir. El incendio que ha devastado de nuevo los montes de su pueblo sirve para hacer bien visibles los nuevos barrotes: la sospecha, la incomprensión, el desprecio e incluso la descarga de la cólera colectiva en forma de violencia física. Golpeado por aquellos vecinos suyos que trataban de rehabilitar una casa junto a la de su madre -inicialmente amistosos con él-, Amador solo encuentra la consolación en los brazos maternos. Como otra premonición -también con un animal de por medio- anteriormente, en la larga escena del incendio, un potro que huye aterrorizado del fuego, quemado y posiblemente asfixiado, es contemplado con estupor por los fatigados miembros de la patrulla que lucha con el incendio. La correspondencia entre esa cría de caballo que no entiende nada y que es uno con su dolor nos remiten en ese casi final de película a asociarlo con el propio Amador, otro animal herido incapaz de enfrentar su situación, rodeado de fuerzas que no comprende, preguntándose si solo él es el culpable de toda esa destrucción y de toda esa violencia.

Terminada la película, entre los arrebatos poéticos que atestan la pantalla, el costumbrismo elevado a la orden de lo metafísico que impregna cada plano y la extraña forma de honestidad con ellos mismos que transmiten los rostros de Amador y Benedicta, uno no puede evitar recordar que lleva viendo arder el territorio de Galicia desde hace más de cuarenta años (especialmente en la década de los ochenta y los noventa del pasado siglo XX). Y que esta herencia de fuegos y de montes convertidos en cenizas está impresa en nuestra genética antropolóxico-cultural casi con más fuerza que cualquier otra de la que tengamos conocimiento. A veces pienso que gran parte del sentimiento de pertenencia a nuestra tierra está recogido en tres sensaciones: el olor a eucalipto quemado, las columnas de humo en el horizonte y las siluetas de los hidroaviones recortadas contra el sol en el cielo de verano. Este haz de impresiones sensoriales y su huella en nuestro ánimo colectivo está perfectamente recogido en ese impactante plano de la película en el cual la casa tradicional que estaba siendo restaurada arde sin posibilidad de ser salvada. Es imposible volver la casa porque ya no hay casa a la que volver.