Columbus: habitar el espacio, habitar la propia vida

En agosto de 1951 el filósofo alemán Martin Heidegger fue invitado a dar una conferencia en la ciudad de Darmstadt, arrasada durante la segunda guerra mundial y aún en proceso de reconstrucción en ese momento. El objeto de la reunión -en la cual había mayoritariamente arquitectos, ingenieros, constructores, empresarios y políticos locales- era debatir sobre la escasez de vivienda en la Alemania de la posguerra. Heidegger soprendió a su auditorio con una conferencia en la cual habló de cual era la esencia de la construcción y de cómo podíamos hacer frente a la cuestión de habitar el desarraigo. Bajo el nombre de «construir, habitar, pensar» el filósofo se interrogó por una arquitectura capaz de buscar la integración con la naturaleza, de respetar la tradición histórica y de crear espacios comunitarios. Es decir, una arquitectura que había permitido la creación de lugares habitables.

En palabras del propio Heidegger:

«Habitar, haber sido llevado a la paz, quiere decir: permanecer a buen recaudo en lo libre [frye en alemán], es decir, en la esfera libre que resguarda cada cosa en su esencia. El rasgo fundamental del habitar es este preservar y tener cuidado. Este rasgo atraviesa el habitar en toda su extensión. Dicha extensión se nos muestra tan pronto recordamos que el ser del ser humano descansa en el habitar; un habitar que se entiende en el sentido de la estancia de los mortales sobre la tierra»

 

El habitar es, en efecto, el corazón de «Columbus». El discurso fílmico de Kogonada establece este concepto como eje central de su obra. Los personajes, el espacio, la historia y la cápsula formal y estilística que construye el director coreano se relacionan y trazan nexos entre sí sobre la substancia de esta palabra. Habitar el espacio, habitar los lugares, pero también habitar la propia vida, lo cual, en muchos casos equivale a habitar el infierno propio o algo que se le parezca.

 

En el arranque se nos presentan dos vidas que van a encontrarse: por una parte, una mujer joven, de unos diecinueve años, Casey, sin padre conocido y cuidadora de una madre ex-adicta a la metaanfetamina y especialista en relaciones de pareja problemáticas; por otra, un hombre que ronda los cuarenta, coreano, Jin, hijo de un famoso teórico de la arquitectura -otro padre ausente- que, a punto de dar una conferencia en Columbus, Indiana, sufre un grave problema de salud. Las dos vidas, asimétricas en lo contextual -Jin lleva una existencia acomodada trabajando de traductor en su Corea natal mentras Casey vive en un barrio de clase obrera trabajando de bibliotecaria-, coinciden en esta orfandad nuclear que establece la pertenencia a una suerte de hermandad-universal-de-gente-afligida-por-motivos-reales. Jin y Casey, huérfanos y en una suerte de deriva vital, coinciden en Columbus, se encuentran entre sus edificaciones compartiendo cigarrillos, colisionan hablando de todo y de nada, y, sin motivo alguno, comienzan una relación temblorosa y oscilante, consciente de su propia imposibilidad y también de su posibilidad de disparador de algo.

 

Lo primero que nos llama la atención es la depuración estética de cada uno de los planos de la película. La elección de Columbus como escenario de este encuentro no es casual, claro: el hijo de un experto en arquitectura moderna y una guía turística enamorada de la obra de Eero Saarinen y fan del padre de Jin no podrían tener otro lugar en el que coincidir. La ciudad actúa simultáneamente como catalizador de los encuentros, como telón de fondo de su historia y como substrato de una mirada neutra que observa las vidas de sus protagonistas de forma desapasionada. Cada edificio -y Casey tiene un ranking de la importancia de cada uno en su vida- sirve de excusa para un tema de conversación entre los dos. Kogonada retrata la ciudad al mismo nivel que a sus protagonistas, dándole el rango de tercer personaje de la película. Una presencia silente que define los lugares y los dota de significaciones y reverberaciones, que aporta capas de sentido y sedimentos culturales procedentes de la historia, del arte y de la arquitectura. Kogonada filma Columbus con la mirada de un experto en arquitectura y en historia del cine (sólo hay que asomar a su página web para encontrar el humus de su producción), destacando esas perspectivas kubrickianas en las que la profundidad de campo parece ser infinita y todos los planos fijos en los cuales los personajes resultan ser diminutos en comparación con las construcciones que los enmarcan.

 

Pero no todo ocurre en el exterior. Si el devenir por la ciudad es crucial en el desarrollo del film -diríamos que en la evolución moral de los protagonistas-, la vida en el interior de los edificios nos permite el acceso a la intimidad de ellos. El uso bergmaniano de los espejos -a modo de autointerrogaciones continuadas al final y al inicio de los días- y la colocación de la cámara fija dentro de las estancias siguiendo las enseñanzas de Ozu sirven para entender la complejidad de unos personajes enfermos sin tener que echar mano de explicación alguna: las imágenes construyen sus realidades sin necesidad de discursos, los espacios interiores se acoplan a la interioridad de los protagonistas, el lenguaje cinematográfico -esto es, la mezcla de imagen y tiempo- entona canciones en un prodigioso desfile de secuencias. Encontramos que, quizás, en este ejercicio continuado de seducción visual sobran un poco los subrayados musicales que acompañan a los momentos más dramáticos, levísimos apuntes sonoros que emborronan ligeramente la caligrafía del film. La vida cotidiana de Casey en su modesto pero armónico hogar se contrapone con el lujo contenido y las comodidades impersonales del majestuoso hotel en el que se alberga Jin (el Irwin Gardens Inn), y gracias a esta contraposición comprendemos dos cosas: que Casey está atrapada por su excesivo sentido de la responsabilidad hacia su madre y que Jin está también atrapado, pero en su caso por un asfixiante resentimiento hacia un padre que lo ninguneó siempre. El encuentro entre ambos será el comienzo de la liberación personal de cada cual. Verse en el espejo que es el otro y entender lo que de cada uno hay en el contrario les servirá a Jin y Casey para entender que, si quieren seguir adelante, tienen que aprender a habitar su propia existencia de la forma correcta.

 

En el film encontramos, junto a Casey, Jin y los edificios de Eero Saarinen, a varios personajes y escenarios secundarios que juegan papeles fundamentales. El más importante es una antigua amiga de Jin, ex-alumna y ex-amante de su padre que servirá de puente metafórico para ambos protagonistas cara esa habitabilidad que precisan. Junto a ella están los puentes reales de Columbus, encarnaciones arquitectónicas de auténticos pasajes personales. Una de ellas, el puente cubierto en el Mill Race Park, sirve de marco para una de las escenas cruciales de la película. Su filmación podría haber arruinado todos los logros previos, pero en ella sucede algo poco frecuente en el cine de nuestros días: producir emoción por la vía de esquivar ese campo de minas que es lo sentimental, conmover sin señalar al espectador de forma explícita «este es un momento hiperdramático». Dos puentes más, uno que sirve de entrada a la ciudad, ejercicio de pompa y grandeza arquitectónica que abre y cierra el film, y otro que servía antiguamente de lugar de paso en el hospital de Columbus de la zona de los enfermos a la zona de los sanos, funcionan como poderosas metáforas visuales en momentos puntuales.

 

Junto a los múltiples juegos con la presencia de los protagonistas en los espacios interiores y exteriores destaca el afán por capturar sus rostros en todas las circunstancias posibles, por iluminar las caras de los personajes con toda clase de luces y por poner a prueba la expresividad y el misterio que residen simultáneamente en cada uno de ellos. Nos gustan mucho el uso de la profundidad de campo para que esos rostros sean en ocasiones meros elementos compositivos dentro del contexto arquitectónico y para que en otras se conviertan, gracias al uso de luces cenitales e indirecta,s en pequeños estudios morfológicos de la afectación que producen las emociones sobre ellos. Kogonada hace un análisis minucioso de cada posible estado de ánimo y se deleita con esos momentos en los que la expresión facial es sismógrafo y escenario al tiempo. Iluminados con el resplandor de la revelación y también con la luz del recuerdo, tonalidades cromáticas diferentes bañan estas caras dotándolas de profundidad y densidad, trayendo hacia nosotros una forma de comprensión que sobrepasa el mero visionado fílmico y que alumbra cierta verdad sobre nuestras propias existencias.

 

Columbus, pues, es un compendio de saber cinematográfíco y de conocimiento de recursos puestos en juego al servicio de una historia de encuentros. La necesidad de habitar nuestro desarraigo -que diría Heidegger- es el motivo central del film y su núcleo emocional e intelectual. La cámara de Kogonada nos fascinan en su recorrido por la arquitectura de Columbus, por los espacios que habitan los personajes y por los rostros de estos. El papel sanador de la arquitectura que aparece varias veces en los diálogos de los protagonistas se traslada, imperceptiblemente de esta disciplina al propio cine, y, al terminar, cuando se encienden las luces de la sala, comprendemos que existe la posibilidad de la sanación, que hay opciones para habitar el mundo sin dejarse aplastar por el peso del desarraigo, y, que, en los caminos que llevan hasta allí encontramos los pilares de cualquier existencia digna de tal nombre: unas condiciones materiales suficientes, el amor, la amistad, la vida en contacto con la naturaleza, la capacidad de crear, la necesidad del arte y de la cultura y la obligada participación en la vida en común con los demás. Simplemente.