Border, la transición como identidad

Una película puede ser un dispositivo codificado de acuerdo a reglas estrictas sobre su guión y su puesta en escena que la ubican en eso que se llama un “género”. También puede ser un acto de libertad sin control que dice cosas que sus autores no planearon de forma intencionada. El cine que te cambia la vida con frecuencia se ajusta a la segunda categoría, mientras que aquel que uno disfruta -a veces culposamente- sin aparente incidencia en el propio mundo íntimo, acostumbra a encajar en la primera. Un film puede ser fiel a las reglas de un género particular, transitar con frescura entre varios o incluso manifestar un total rechazo a cualquier adscripción existente: la ligazón entre estas eleccións y su potencia afectiva e intelectual acostumbran a ir en paralelo. De alguna forma, en estos binarismos intuimos la vieja pugna entre cultura y entretenimiento: la primera debería hacer temblar nuestros referentes en el nivel ideológico y sentimental, el segundo reafirma nuestros impulsos más elementales, cementando exitosamente las diversas capas de nuestra estructura psíquica, emocional e intelectual, especialmente aquellas de las que somos menos conscientes. Todo lo que incomode los mecanismos de nuestra percepción, todo lo que nos haga sentirnos extraños o ajenos en la recepción de un producto cultural podemos estar seguros de que está cumpliendo con su objetivo. La complacencia refuerza nuestra burbuja ideológica-cognitiva, ese orgullo bruto de ser-uno-mismo sin descanso.

Border, el artefacto construido por el director sueco Ali Abbasi, es un caso peculiar de film a caballo de muchas cosas. Su carácter de película “de género(s)” no impide que ella misma discuta esta categorización de forma sostenida. El film, en un hermoso y complejo ejercicio metacinematográfico, se revela sometido la reglas análogas a las que rigen en su interior para su protagonista. Pero vayamos por partes.

Tina, agente de aduanas en la frontera sueca, es una trabajadora ejemplar capaz de olfatear estados de ánimo tales como la culpa o el miedo. Su oficio se desarrolla en un túnel por el que los extranjeros acceden a su país y en el cual ella actúa detectando a pequeños y grandes delincuentes de todo tipo que tratan de introducir bien mercancías ilegales, bien mercancías legales de forma irregular. Lo primero que nos llama la atención es el físico de esta agente de la ley. Una cara tosca en un sentido extraño -tremendo el trabajo prostético para voltar irreconocible de forma convincente a la actriz Eva Melander- que va más allá de lo que podemos calificar simplistamente como “fealdad”. Tina tiene un punto que remite más bien la una cierta animalidad esencial, a una forma de salvajismo natural que se completa con su capacidad para sentir las emociones ajenas y para tener una conexión íntima con la naturaleza en la que vive sumergida fuera de su trabajo. Tina, que destaca por la brutalidad de sus rasgos, es especialmente sensible a todo lo que está vivo, y lleva a la practica en su devenir vital un sentido de la ética muy poco común. En este punto, la película rompe con ese código cultural con el que llevamos cargando desde hace siglos: la vieja identificación kantiana entre lo bello, lo bueno y lo verdadero. Tina no es bella -no por lo menos en el sentido canónico occidental-, pero es buena, y, sobre todo, su existencia parece dotada de una verdad difícil de explicar pero fácil de captar.

Observamos, por lo tanto, en los primeros acompases de la película, a un personaje que actúa de guardia entre los dos lados de una frontera. Que trabaja en la ciudad pero que tiene su vivienda en lo profundo de un bosque sacado de algún cuento clásico o de alguna narración mitológica nórdica. Una protagonista que encarna vigorosamente una idea fuerte del Bien -con mayúsculas- en un cuerpo que en la mayoría de las películas estaría asignado como depositario del Mal -también con mayúsculas-.

El film arranca casi en clave costumbrista-naturalista, deteniéndose en largos planos fijos para enmarcar la cotidianeidad de la protagonista, su entorno físico, su desplazamiento continuado entre la existencia “civilizada” y la vida en su cabaña del bosque. Lentamente, este enfoque va abriendo camino a una trama policial clásica relacionada con las peculiares capacidades de la protagonista: hay aquí un tránsito entre géneros llevado con sutileza, un fluir en el cual no percibimos los quejidos de lo impostado ni el sonido de la falsedad cinematográfica cuando esta irrumpe en la pantalla del cine. También, en medio en este decurso lento, aparece una segunda figura, en este caso un hombre, Vore, (Eero Milonof, igual de irreconocible gracias a otro trabajo excepcional de prostética y maquillaje), que guarda un parecido considerable con Tina a nivel morfológico: sus rasgos son también animales, su presencia física remite la un algo inquietante a un nivel esencial, a esa sensación, intuimos, que habría tenido un Homo Sapiens frente a un Neandertal en algún momento hace cientos de miles de años. Vore es -aparentemente- la figura contraria a Tina: un aura de malignidad parece rondar su cuerpo, un aura asociada a un saber del que Tina carece y a una voluntad feroz de llevar adelante los propios deseos e incluso de hacer el mal. Aquí, como en el relato bíblico del Génesis, el conocimiento es el delito. Vore sabe cosas sobre sí mismo y sobre Tina, le lleva décadas de ventaja en su experiencia vital y se servirá de ésto para hacer que ella se acerque a él.

A partir de la entrada de Vore en escena la película comienza a acumular acontecimientos manteniendo, sin embargo, sus coordenadas iniciales. Los planos de los bosques y de la vida que se aloja en ellos siguen definiendo un estado de conexión básica con la naturaleza que los dos protagonistas compartirán intensamente. Esta comunión entre Tina, Vore y todo aquello que forma parte de su bosque es recogido visualmente enfatizando los verdes y los ocres, creando una vigorosa sensación de intimidad y domesticidad en cada plano que se desarrolla en el entorno natural. Frente a ésto el director nos muestra los interiores de las casas y de los lugares “civilizados” cómo lugares desolados. Estos se presentan bañados en luces que bordean lo espectral. Las tonalidades azules y grises que impregnan estos espacios transmiten distanciamento, frialdad e incluso un aislamiento emocional considerable. Tina, que es buena, que es de verdad, está sola en un sentido casi cósmico hasta que aparece Vore en su vida, y nosotros, como espectadores, no somos quien de entenderlo bien más allá de sus peculiaridades físicas comunes. Hay algo en la existencia de Tina que está desencajado, que se encuentra fuera de su sitio y que va produciendo una creciente sensación de incomodidad.

La figura de Vore actuará como detonante dramático en la segunda mitad de la película. Tras la presentación inicial, varios cambios de calado irán teniendo lugar. En una especie de carrusel frenético rodado a cámara lenta, la idea de “transición” lo impregnará todo: el nivel argumental, el nivel visual e incluso el comentario metacinematográfico. Los protagonistas serán objeto de transformaciones análogas a las que sufre el relato, en una espiral incontrolable de escenas que van sacudiendo todos los tópicos posibles que conocemos: desde la idea del amor romántico hasta la mística del encuentro sexual apasionado o los conceptos de paternidad/maternidad. “Border” juega con los géneros en todos los sentidos posibles de la palabra y va acumulando golpe tras golpe dejándonos en varios momentos confundidos y sin palabras para tratar de explicar el sentido de lo que estamos contemplando.

En su parte final la película recoge todos los hilos que fueron desenvolviéndose en la pantalla. El recorrido personal y la transformación íntima de Tina se expanden desde la esfera de lo doméstico y lo íntimo -la relación enferma con su padre, su propia sexualidad- al ámbito laboral. La trama policial, que comienza siendo secundaria y termina por adquirir una importancia considerable en el nivel del mundo relacional de Tina, se cierra con elegancia -si tal cosa es posible dada la temática alrededor de la que gira. El personaje de Vore consigue también unas connotaciones singulares, mezclando un extraño sentido del deber con una tendencia inevitable -¿natural?- al mal.

Así, Tina, que siempre se pensó como una extraña en el mundo que habitaba -algo así como un cabo suelto en la historia de la humanidad-, acaba por encontrar en Vore, personaje antagónico a ella, un igual inesperado que va a influir dramaticamente sobre ella. En cantidad suficiente para sacudirla y hacer que se cuestione su identidad pero no tanto como para cambiar los pilares más sólidos de su existencia. El camino del autoconocimiento, parece decirnos Ali Abbas, siempre nos lleva la algún sitio inesperado en el que no contábamos con encontrarnos. Incluso, en ese viaje, es posible que a base de mudar nuestro concepto sobre casi todo lo que somos acabemos encontrando una idea de nosotros mismos en la que sentirnos a gusto. Todo el film es, en definitiva, el relato de una identidad sólida pero inestable y de sus mutaciones. Una inestabilidad que se expresa también en la propia forma de la película a través de las contaminaciones entre géneros y las combinaciones de códigos aparentemente incompatibles.

El otro gran protagonista del film, aparte de Tina y Vor, es el bosque que da cobijo a su historia. La expresión de la naturaleza en un estado casi monumental que abre y cierra el metraje y que actúa como telón de fondo y como catalizador de las escenas más impactantes y de las más hermosas. El bosque, escenario de un fluir básico que conecta vida y muerte armónicamente, parece estar mirando a los protagonistas continuamente, imperturbable, y, al tiempo, erigiéndose como guardián de un misterio que no es otro que el propio secreto de la existencia. El bosque, escenario de cuentos clásicos de terror para niños y fuente de infinidad de leyendas que configuran nuestro substrato cultural. El bosque, que despierta nuestros miedos más primarios y que alimenta nuestras fantasías y nuestra imaginación. El bosque, en definitiva, que alberga lo que es bello, lo que es bueno y lo que es verdadero. No necesariamente como sinónimos, pero tampoco como figuras contrarias, sino como piezas de un ajedrez cósmico que no entendemos más que parcialmente. Mientras haya bosques, está diciéndonos Border en voz baja, habrá sitio para los cuentos, para las criaturas mitológicas, e incluso para las bestias más terribles. Nosotros habríamos llamado así a este hermoso film: “mientras haya bosques”.