An elephant sitting still, world is a WASTELAND

El Brihadaranyaka Upanishad -uno de los textos sagrados hindú y budista más antiguos- recoge una conversación entre Vishnu -la deidad principal de la trímurti– y las tres clases de criaturas que habitan el mundo: los dioses, los seres humanos y los demonios. Ellas tres significan las tres gunas o tendencias que existen en la creación. El modo de la deidad, o nivel de conciencia más elevado, el modo de la pasión, o el nivel medio de la consciencia, y el modo de la ignorancia o el nivel más bajo de la conciencia. En esa conversación, interrogado Vishnu por estos tres tipos de seres acerca de cual es la forma correcta de vivir, responde con una sola sílaba: DA. Los dioses entienden que «DA» significa «Damyata», esto es, tener el control sobre los sentidos, ya que los dioses tienden a ser adictos al hedonismo y a los placeres sensuales. Los demonios entienden que esa sílaba significa «Dayadhvam» o compasión, dada su tendencia natural a causar daño a los demás para satisfacer sus deseos. Los seres humanos entienden «Datta», generosidad, dada la tendencia de estos a ser avariciosos y materialistas. El mensaje de Vishnu, por lo tanto, acerca de la manera correcta de vivir es ese «Damyata, Dayadhvam, Datta»: Control (de los sentidos), Compasión y Generosidad. Compasión, en nuestra cultura occidental, es una palabra connotada por la apropiación que hizo de ella el catolicismo, casi sinónima de «caridad». Sin embargo, en el sentido estricto significa «capacidad para sentir el dolor ajeno como propio», esto es, un situarse de forma plena en el lugar del otro haciendo de su sufrimiento una cuestión personal

En el poemario de T. S. Eliot, «The Waste Land», en su quinta parte -«What The Thunder Said»- encontramos la recreación de esta conversación. «Lo que dijo el trueno», cerrando el poemario: Datta, Dayadhvam, Damyata, invirtiendo el orden de la respuesta original: Generosidad, Compasión, Control (de los sentidos). Que uno de los poemas más importantes del siglo XX finalice con esta invocación no es casualidad. The Waste Land fue escrita bajo el impacto traumático de la Primera Guerra Mundial en la generación de Eliot. Influido por la lectura del Ulysses de Joyce y editado por Ezra Pound, este poema es la respuesta alucinada y fracturada a la desintegración de un universo de sentido, así como el relato en verso del pánico ante la llegada de una modernidade que, haciendo bandera de la razón, amenazaba con aniquilar toda la cultura anterior. Eliot, que se definía como Wclasicista en literatura, realista (partidario de la monarquía) en política y anglocatólico en religión», fue capaz de vislumbrar desde una postura conservadora el mundo hacia el cual se dirigía la humanidad y de dar cuenta de este empleando métodos formales propios de las vanguardias literarias.

Lo primero que llama la atención de An Elephant Sitting Still es que siempre estamos demasiado cerca de sus protagonistas. Comenzamos el día despertando con ellos en la misma cama, nos pegamos a sus cuerpos mentras un padre iracundo y violento les echa una bronca, nos quedamos paralizados mentras un yerno sin escrúpulos intenta echarlos de su propia casa, nos incomodamos mientras una amante con prisa los observa con desprecio mentras trata de salir de su apartamento, sufrimos mientras una madre con resaca los mira entre la ignorancia y el resentimiento. Estamos junto a ellos, miranso sus perfiles agotados o endurecidos, los seguimos pegados a sus espaldas casi sintiendo su respiración por las calles de una ciudad que es una ruina incluso aunque sus edificios estén en pie. Miramos la luz blanca que los baña en los exteriores sin iluminarlos, nos esforzamos por distinguir las siluetas que los acompañan en los interiores en penumbra en los que, más que habitar o refugiarse, experimentan una especie de cierre asfixiante e irreal. Estamos tan cerca todo el tiempo que casi podemos oler su aflicción, su soledad, su temor, su desamparo, su malestar permanente. Las cuatro personas que forman el núcleo del film amanecen con otro día insoportable que añadir a sus vidas, y nosotros estamos ahí, durante las doce horas en las que se extiende el relato, pegados en el límite de la intimidad.

WEI Bu y HUANG Ling son, respectivamente, un y una adolescente de dieciséis años; WANG Jin un jubilado de sesenta, y YU Cheng un pequeño delincuente que ronda la treintena. La edad de cada uno es relevante pues la idea central y que, más allá de los rasgos generacionales, hay un elemento común que los aglutina la todos: la certidumbre de que no hay solución para sus vidas. Alrededor de ellos orbita una nebulosa de personajes que actuarán como motores dramáticos para poner en marcha cambios trágicos en sus existencias. Como si fuera un Ulysses joyciano desarrollado a cuatro voces y ambientado en una megalópolis china del siglo XXI en vez de en el Dublín de los años veinte del siglo pasado, An Elephant Sitting Still ejerce de notario de un estado de ánimo colectivo y da testimonio -a partir de cuatro casos particulares- del modo de vida dominante hoy en este momento de la historia en China bajo el peculiar régimen socioeconómico allí instalado.

La incapacidad para tejer cualquier red afectiva mínimamente sólida funciona como corazón del film, una factoría de malestar que trabaja sin descanso: no hay ningún personaje en la película que esté a salvo de una devastación que es tanto moral como social y tanto individual cómo colectiva. La única relación verdadera es la que mantiene el jubilado WANG con su perro, el único ser capaz de destilar un afecto verdadero por alguna de las personas que aparecen en las cuatro horas de metraje. La incapacidad de los seres humanos protagonistas para dar cuenta de algún tipo de vínculo entre ellos es expuesta con crudeza pero sin dramatismo, no hay exageración en los gestos ni apenas reacciones excesivas. El vacío de estas vidas individualizadas hasta el extremo está aquí marcado por unas caras esculpidas con el cincel de la impasibilidad. Sin embargo, a pesar de la contención excesiva, cada uno de ellos tendrá su momento de catarsis, su explosión personal en forma de acto violento expresado, también sin ampulosidad, con la sequedade formal que recorre todos sus actos.

Los resortes dramáticos que van a moverlos son terribles y tienen que ver en tres de los casos con la aparición de la muerte en sus vidas. Un suicidio, un accidente en unas escaleras, una pelea entre perros: el pistoletazo de salida para huir de la propia existencia tiene como punto de partida el azar, la aparición repentina de un algo terrible de forma abrupta. La única mujer de este cuarteto será afectada por algo peor que la muerte: un escándalo de índole sexual difundido a través de internet. Todas las muertes y el mismo vídeo del escándalo aparecen bien fuera de campo, bien desenfocadas o desplazada su presencia al terreno del sonido. Esta delicadeza visual -constante al largo del film- hace que Hu Bo sortee con éxito dos sendas peligrosas para una narración de estas características: la pornografía sentimental y la exaltación miserabilista. Las vidas precarias son retratadas con una puesta en escea que acentúa tanto el aislamiento personal de cada protagonista como el deterioro de su entorno, el no-lugar en el que se desarrollan sus existencias. Ambas cosas, aparentemente desconectadas, guardan una relación profunda. Las filas de edificios de baja calidad compartimentados en apartamentos diminutos sólo pueden albergar seres exhaustos, cerrados sobre sí mismos como consecuencia de la lucha por la supervivencia que los consume. No es la miseria estrictamente el hábitat de estas personas, sino su posibilidad, como si fueran funambulistas sobre un hilo que va perdiendo tensión de forma perceptible. Habitantes de una precariedad que actúa cómo amenaza continuada de algo peor, y condeados a vagar entre seres como ellos mismos que solo entienden de relaciones contractuales y de medios para conseguir sus fines, los cuatro protagonistas se encontrarán en algún momento haciendo una extraña puesta en común de sus situaciones personales. El reconocimiento del propio dolor en los otros y el entendimiento casi físico de la abrumadora tristeza con la que cargan los demás arrojará una luz inesperada sobre ellos. Esa luz que falta en la película durante casi doscientos treinta y nueve minutos y que no es otra que la que ilumina nuestras existencias cuando nos juntamos entre nosotros para compartir desde las insignificancias más absurdas hasta las penas que nos devoran de forma continua.

WEI, protagonista de un de los cuatro incidentes dramáticos clave del relato, toma una decisión que es totalmente absurda: antes de que termine el día marchará a la ciudad de Manzhouli para ver «el elefante que permanece sentado». Esta es una imagen contundente que va salpicando el relato de forma intermitente. Como decisión no va a resolver nada en el plano práctico. Como respuesta simbólica es un cortocircuito, un callejón sin salida. La elección de algo que no funciona ni en el plano de lo real ni en el plano de lo simbólico tiene que tener que ver, necesariamente, con lo imaginario. WEI decide entregarse a una fantasía de lectura realmente oscura. El elefante sentado, ¿de qué nos habla? ¿Es quizás una imagen de la propia China? ¿Es el retrato de una sociedad ensimismada y mastodóntica incapaz de desplazar mínimamente sus coordenadas? La opacidad de este motivo desata nuestra necesidad de interpretar, abre la puerta a una lectura continuada del gesto de WEI, nos martillea con una pregunta: ¿por que?

La película se articula principalmente sobre dos capas de sentido. Una de ellas, la más superficial, se refiere a la dimensión moral de los actos de los protagonistas. Parece que todos ellos están sumergidos en la misma sustancia viscosa del interés particular, encadenados a un egoísmo que impide cualquier relación desinteresada y honesta. Ni siquiera la familia, baluarte tradicional de cierta solidaridad interpersonal y garante de unos mínimos afectivos, aparece aquí como refugio contra una inclemencia emocional que no respeta nada. La generación de los padres está tan absorbida por la necesidad de bienestar material que solo concibe a los hijos en términos de productos imperfectos fuente de problemas de todo tipo. La generación de los hijos, sin referentes afectivos, morales o intelectuales, vaga en estado zombie acarreando su propio malestar y el de sus progenitores. Los abuelos que aparecen en el film parecen estar todos limitándose a aguardar pacentemente por el final, con ese desprendimiento nihilista característico de las religiones orientales. La otra capa es la política. En los doscientos cuarenta minutos del metraje no hay la más mínima alusión a las condiciones estructurales en las que los protagonistas desarrollan sus vidas. Esta elisión, este agujero negro más bien, no es casual. La censura china probablemente habría impedido la circulación de un film como este si en su interior se albergara algún tipo de consigna apuntando a esa superestrutura -comunista nominalmente, hipercapitalista de facto- totalitaria y controladora de la vida cotidiana. La ausencia de cualquier referencia hace que este vacío se convierta en una cuestión nuclear. La maldad colectiva hacia la cual apunta la dimensión moral de la película no se entiende sin su soporte político, sin esa esfera que legitima el afán de lucro como único motor posible de la existencia y las relaciones contractuales como las únicas válidas. Todo lo que vemos en el film hunde sus raíces en un problema de envergadura mucho mayor que lo que se expresa en las imágenes y que tiene poco que ver con los caracteres personales y mucho con las condiciones de posibilidad para el desarrollo de estos. Eso no impide que, en ese plano moral, haya un margen pequeño pero importante para la decisión individual, para el gesto personal que, sin saberlo, puede cuestionar toda realidad circundante. Los cuatro protagonistas, enfermos y despojados de cualquier posibilidad afectiva o relacional, pese a todo aún protagonizan acciones con un mínimo sentido ético, y ese sentido, derivado de su desesperación, da lugar a un acto absurdo de rebelión. Un acto que pretende reventar la lógica del sistema en el cual están atrapados. Un acto que podríamos llamar heroico si tal cosa tuviera cabida de alguna manera en este estado de cosas.

En el plano estrictamente visual el elemento más poderoso, sin duda, es ese conjunto de planos secuencia larguísimos en los que, como dijimos al principio, nos pegamos a las espaldas de los protagonistas, los observamos frontalmente durante caminatas interminables y, con frecuencia, terminamos contemplándolos casi siempre de perfil o de espaldas. En ese frenesí de baja intensidad que supone acompañarlos cámara en mano durante el noventa por ciento del metraje, se nos dan de forma esporádica pequeños tiempos muertos para detenernos y simplemente mirar para esos rostros atravesados por la decepción, el dolor o la tristeza. Decía el escritor de novela negra Elmer Mendoza que «la tristeza siempre es devastadora y nos convierte en jinetes sin cabeza», y esa sensación es exactamente la que transmiten esos deambulares de los personajes por las calles de la ciudad. Junto a los planos secuencia que dotan de ritmo e intensidad a todo el metraje y que nos fascinan también por su virtuosismo técnico, experimentamos un malestar de orden visual destilado por la paleta cromática que impregna los fotogramas. Los blancos son nucleares, queman y duelen, los azules son una niebla que traslada incomunicación y aislamiento emocional, los verdes funcionan como un velo que separa a las personas impidiendo que sus cuerpos se acerquen. Hay una construcción estilizada y calculada, una puesta en escena sofisticada, que transmite con eficacia una idea de naturalidad que linda con el documental. Esta acumulación de recursos consigue que, como espectadores, nos sintamos atrapados en la telaraña asfixiante de estas vidas. El mundo ruinoso en el que habitan los protagonistas resuena con nuestra experiencia y nos produce el vértigo de lo posible. Quizás para nosotros, espectadores occidentales que observamos como los mecanismos de proteción del estado y las redes de relaciones afectivas van cayendo lentamente, esta película sea una postal procedente de un futuro probable. Y esta idea es tan terrible que nos deja noqueados moral y emocionalmente.

La película termina con los que, posiblemente, sean los tres minutos más hermosos y emocionantes del cine contemporáneo. Visualmente la cámara toma, por primera vez, una distancia respetuosa, nos deja respirar un poco alejándonos del grupo humano con el que llevamos compartido tormento durante casi cuatro horas. Y de pronto sucede un milagro imprevisto. El homo economicus se hace a un lado y entra en escena el homo ludens. Y, en ese cambio, vislumbramos la posibilidad de otra cosa. En el minuto final el centrifugado de malestar y desesperación se retira y queda, ante nosotros, una evidencia de que las cosas pueden ser de otra manera, de que la propia humanidad admite una modulación diferente. El gesto, mínimo en su planteamento, es una llamada a superar un estado de cosas que es simplemente insoportable por una vía inesperada. Hu Bo nos asoma a una idea de humanidad que parte de sus rasgos más elementales, en una imagen que es puro símbolo, pura potencia transformadora. Con esto, de alguna manera, está dando un interludio de paz a sus atribulados personajes, a esos seres dañados y al borde del abismo con los que compartimos fragilidad e incertidumbre.

Terminado el film nos acordamos así, de los versos de Eliot, de la respuesta del trueno y de la sílaba con la que contesta Vishnu, ese DA que es «Damyata, Dayadhvam, Datta». Generosidad, Compasión, Control (de los sentidos). Anudando lo moral y lo político, lo personal y lo colectivo, Hu Bo cierra su prodigio cinematográfico con una apuesta inesperada pero plena de sentido. El mundo es un terreno baldío. Quizás sí, pero existe una pequeña posibilidad de que sea otra cosa, de que la humanidad sea de otra manera. Acerquémonos a observar al elefante que permanece sentado. Posiblemente por el camino encontremos la forma de empezar a hacer que todo funcione de otra manera. Después de todo, ¿que hay más humano que la persecución de algo completamente absurdo empleando métodos totalmente ilógicos?